Primer mes
—No veo nada afuera.
Hablaba en voz muy baja, casi un susurro; la temperatura era fresca y aun así sudaba, comenzaba a caer la noche. Veía hacia la calle, por detrás de las cortinas, de frente a una pequeña ventana redonda del ático, bastante retirado de ella, lo suficiente para no ser visto desde afuera; la calle estaba desierta, nadie caminaba, ningún vehículo la transitaba; conocía bien esa calle, pasaba por ahí todos los días, solía estar tan llena de vida; repleta de niños corriendo que se divertían jugando a la pelota, jóvenes que paseaban a sus mascotas, hombres mayores que arreglaban sus jardines, podaban rosales y sacaban la basura, amas de casa que bajaban bolsas de víveres de sus coches, saludaban a sus vecinos o regañaban a los niños por cruzar con imprudencia; ahora le parecía tan distinta, tan sola, muda, muerta.
—Nadie viene.
Veía hacia afuera incrédulo, ¡apenas ayer era tan diferente! Estaba dentro de una cómoda y espaciosa residencia, un lugar privilegiado al que pocas personas podrían acceder; el interior estaba a oscuras. No se encontraba solo, unas cuantas personas más lo acompañaban; todos eran vecinos.
—Ellos dijeron que vendrían a evacuarnos, ¿qué sucede, por qué no vienen? —Decía una mujer, también susurraba; las manos le temblaban, deseaba fumar un cigarro pero nadie se lo permitía.
Llevaban ahí desde la noche anterior, en poco tiempo se cumplirían veinticuatro horas, hacían lo único que podían, lo que pensaban era la mejor opción, obedecían las indicaciones que vieran por televisión: —»Resguárdense en sus casas, no salgan por ningún motivo, la ayuda va en camino». —Era lo que repetían una y otra vez los presentadores; ya no había energía eléctrica, no tenían forma de saber si las indicaciones habrían cambiado, quizá ya no había nadie.
—¡No ha pasado ni un día! —Decían para tranquilizarse, claro que algo debía de estarse haciendo, la ayuda tendría que llegar.
Siguieron esperando, veían sus teléfonos móviles, los mantenían apagados para ahorrar energía, algunos los encendían para tratar de hacer una llamada o revisar el internet, pero no había ninguna señal.
Conforme más oscurecía, más era perceptible ese lejano brillo anaranjado que vieran desde la noche anterior, un brillo que cada vez se hacía más grande. Eran incendios, enormes, descontrolados, que engullían las siluetas de los edificios en el horizonte; icónicas construcciones que fueran el punto de referencia de su ciudad, cuya vista desde los suburbios le recordaba a los habitantes sobre el barullo que se vivía en ella; solían observar la metrópoli desde sus balcones, mientras bebían algún caro licor y sonreían por la vida tan cómoda, tan hermosa que llevaban aquellos privilegiados; los edificios estaban ahora envueltos en llamas que alcanzaban ya los cerros que circundaban la urbe, todo ardía. Estaban lejos, hace unas horas lo estaban más, los incendios crecían y las llamas cada vez se acercaban más a la periferia; se escuchaban sirenas muy lejanas; pronto no quedaría nada, debían ser rescatados cuanto antes.
Un nuevo sonido, diferente, orgánico; como una voz de hombre en medio de un lamento, le siguió otro, y otro más, comenzaba a escucharse más fuerte, no eran hombres, eran esas cosas, eso que salió de los pozos.
—¡Se acercan!
—¿Los ves?
—¡Los escucho!
Cerraron los ojos, el sonido se intensificó; lloraban abrazados, escondían sus rostros entre sus manos. Alguien miró hacia afuera.
Cosas horribles, enormes se acercaban a alta velocidad, las más pequeñas saltaban entre los tejados de las casas, como monos colgándose entre las ramas; las más grandes derribaban las viviendas y hacían estallar los vehículos estacionados; eran criaturas espantosas. Todos guardaron silencio, contuvieron la respiración, escucharon otro sonido, uno de motor, un helicóptero, más de uno.
—¡DISPAREN!
Ruido de detonaciones, aullidos de dolor y furia; tres helicópteros militares abrían fuego desde el aire contra aquel grupo de criaturas; las balas destrozaron la calle, hicieron estallar los cuidados jardines, pero a esas criaturas no les hacían nada, era como si no les importara el daño que recibieran, como si no pudieran sentirlo; el joven no dejaba de observar, las bestias recibían los impactos como las esponjas al agua, ni siquiera reaccionaban, los helicópteros volvían a abrir fuego, no tenían más ideas.
Una criatura saltó desde un tejado y logró introducirse en una de las aeronaves, el chico no dejaba de observar, no lo comentaba, no le decía nada a nadie, el helicóptero comenzó a girar sin control, casi derribó a unos compañeros; fue a estrellarse contra una casa, una que estaba habitada; el ruido de la explosión hizo que los acompañantes del chico se estremecieran, pensaron que estaban acabados, abrieron los ojos, se dieron cuenta que seguían vivos, lloraron más.
Se sintió calor; humo y llamas, un incendio rodeaba la zona habitacional, ¿de dónde habrá salido? El fuego se intensificó, alcanzó las viviendas y los engulló a todos, no quedó nadie a quien rescatar, la batalla de afuera no tenía más sentido, los helicópteros se marcharon dejando bajo ellos un enorme incendio fuera de control y decenas de criaturas monstruosas que entraban y salían de entre las llamas.
Segundo mes
—¡NO PERMITAN QUE SE ACERQUEN! ¡DISPAREN, VAMOS, VAMOS, VAMOS!
Eran varias decenas de soldados que habían formado un cerco con vehículos, la mayoría de ellos camionetas militares; disparaban desde adentro en contra de las bestias, les daban con todo lo que tenían y no les hacían nada, los monstruos seguían avanzando. Había fuego alrededor, los edificios estaban en llamas. La misión de estos hombres y mujeres era cortar el avance de las criaturas en medio de una de las avenidas centrales de la zona urbana, una avenida muy amplia, rodeada de altos edificios que empasillaban su ubicación, debían obtener tiempo, retenerlos todo lo que pudieran; sólo había un lugar de donde podría venir el ataque, por el frente; cientos de criaturas se acercaban a alta velocidad, salían de entre los incendios, intactas por las flamas; vieron siluetas de cosas enormes que se movían desde dentro de una pared de fuego, estaban asustados, era algo que no habían visto antes, algo que no creían fuese posible.
—¡NO TEMAN, SÓLO DISPAREN! ¡TÚ, LEVANTA ESA ARMA, DISPÁRALE A ESE MALDITO!
Comenzó a temblar, el suelo se resquebrajó, un soldado perdió el equilibrio y cayó; otro soltó su arma, todos se miraron, volvieron a ver a las bestias, estaban más cerca, los disparos habían cesado, esas cosas estaban ganando terreno; uno trató de levantarse, de volver a disparar, los temblores se intensificaron, los edificios a un lado cayeron; escombros llovían desde las alturas, un pedazo de concreto le aplastó la cabeza a un hombre, el casco quedó incrustado en su cráneo, los ojos se le habían salido, nadie más que un joven soldado lo notó. El suelo se hundió, se formó un agujero, luego otro, más criaturas emergieron, estaban ahí mismo, a metros de los soldados, entre ellos; pudieron verlos. Una criatura tomó a un robusto militar, lo vapuleó, lo movió con violencia y separó el torso de las piernas; otra estaba sobre un pobre desgraciado, la bestia hincó sus dientes en medio de su espalda, en su columna, la retiró como si fuera la de un pescado, sacándola casi completa de entre el cuerpo de ese sujeto, el hombre pudo vivir algunos segundos, más de los que hubiera deseado. Hubo más temblores, de mayor intensidad; después se formó un enorme pozo que se tragó a todos los soldados, todos sus vehículos, todo el equipo que llevaban; enormes criaturas continuaron emergiendo.
Había mucho ruido, de detonaciones de arma de fuego, explosiones, granadas que estallaban, bazookas que impactaban contra los muros, rugidos horribles de un sonido entonces desconocido, gritos humanos, motores que no arrancaban. En tierra camiones con torretas montadas de alto calibre disparaban sin detenerse en contra de cada criatura, circulaban por entre las calles, seseaban para evitar chocar contra las bestias que intentaban golpearlos con sus cuerpos, la mayoría lo conseguían; una criatura del tamaño de una casa fue a estrellarse en contra de una camioneta, la alcanzó por un costado y la mandó a volar por varios metros, chocando contra el pavimento. Otros vehículos subían montículos de escombro con gran dificultad, buscaban evadir las partes más atestadas, rodear a las bestias y colocarse en una mejor posición para disparar; se volvían blancos fáciles, los montículos los retenían demasiado tiempo, las bestias lograban rodearlos, sólo se escuchaban disparos durante algunos segundos, luego sólo rugidos. Un bugie iba muy rápido, tenía gran maniobrabilidad; el conductor era hábil, esquivaba a las criaturas, frenaba, cambiaba de dirección y volvía a correr a toda velocidad, sus acompañantes disparaban en contra de cada monstruo que veían, no lograban matarlos pero conseguían lastimarlos, hacerlos más lentos.
Había tanques, decenas de ellos, disparaban con todo lo que tenían, causaban tantos daños a la ciudad como las criaturas; una y otra vez erraban sus disparos ya que las bestias eran muy rápidas, para cuando colocaban una en la mira y disparaban, el monstruo ya no estaba ahí. Un tanque M1 Abrams iba a toda máquina, acababa de disparar su cañón principal, al interior sus tripulantes intentaban recargar tan pronto pudieran, impactaron a una bestia, una enorme; se levantó el pavimento tras el vehículo, el tanque no pudo avanzar más, el monstruo lo detenía con su cuerpo, lo abrazaba, trataba de levantarlo, lanzaba zarpazos sobre el blindaje, logró atravesarlo. El cañón había quedado inutilizable, no había línea de disparo, no quedó más que accionar sus metralletas hacia el exterior, directo al cuerpo de la criatura; no le hacían nada, ni siquiera la hacían sangrar. Unas enormes garras atravesaron el tanque, penetraban cada vez más dentro de la cabina, cortó a un soldado por la mitad, todos quedaron cubiertos de sangre; la bestia abrió el vehículo como si fuera un cascarón, el resto de los soldados no pudo huir. Otro conductor de tanque los vio, disparó contra ellos, fue lo único que pudo hacer, a la bestia sólo la hirió superficialmente.
—¡Son demasiados, no les hacemos daño! —Estaba estupefacto, aturdido por el ruido, por los temblores; había bestias por todos lados, contó diez, veinte, luego cien, dejó de contar. Volteó a ver a sus compañeros, corrían como si no supieran a dónde ir, disparaban al este, cambiaban de dirección y ahora al norte; no fallaban, había tantos que, sin importar a dónde se disparase, acertarían a algo, pero eso no hacía diferencia.
Era como un tsunami que avanzaba destrozando todo a su paso, los disparos apenas y los ralentizaban; los soldados fueron obligados a replegarse, algunos corrían mientras otros disparaban; entraban a las casas, a los edificios, sacaron a cientos de personas; una vez afuera les ordenaron correr, había decenas de helicópteros de transporte, todos listos para despegar, hacia ellos debían de ir. Corrieron, cargaban niños, mascotas, objetos de valor que no pudieron o quisieron dejar. Una mujer tropezó, nadie la notó; cayeron niños, bebés, todos fueron dejados atrás, la multitud no paraba de correr, nadie pensaba en ayudar a otros.
Sólo pasaron unos minutos y los helicópteros comenzaban a despegar, estaban tan cargados como les era posible; cientos de personas no alcanzaron lugar, gritaban, lloraban. Muchos trataron de sujetarse a cualquier parte de las aeronaves, eran empujados por los soldados, caían de vuelta al piso. Las criaturas les dieron alcance mientras despegaban, pudieron huir, vieron desde las alturas como todos los rezagados eran destazados; gracias a ellos fue que pudieron escapar, las bestias estaban ocupadas con tanta gente que ignoraron los helicópteros. La ciudad ardía, estaba en llamas, el humo tenía una tonalidad rojiza, olía terrible, a sulfuro y carne quemada; en el aire el cielo se oscureció, cientos de helicópteros salían de la metrópoli mientras ésta desaparecía lentamente en el fuego.
Tercer mes
—¿Cómo se atreve a proponer algo así?
—¡Esa ciudad está perdida, igual que todas las demás! ¿Qué no lo ven? ¡Debemos volar esas cosas!
—Pero… hay tanta gente.
—Evacuamos a tantos como pudimos, ya no podemos volver a entrar, esas personas ya están muertas. ¡Maldición, me sorprendería si quedaran más de mil!
—No puedo aprobar una medida así.
—¡Señor Presidente, es lo único que nos queda por hacer!
Volteó a mirar una gran pantalla, estaban en teleconferencia; distintos mandatarios dialogaban entre sí, todos tenían el mismo problema y todos buscaban una solución definitiva. Uno de ellos, iracundo como pocos, antiguo enemigo de la mayoría de sus ahora aliados, proponía su solución final. —»Cobardes». Pensaba al ver cómo sus contrapartes dudaban ante una elección tan obvia.
—Un ataque nuclear a nuestras ciudades, sólo eso nos queda.
La elección no fue fácil, no vieron mejor alternativa, eran ciudades arrasadas por las criaturas, no podían seguir enviando soldados a su muerte en su intento de sacar a más personas. Se dio la orden de ataque, bombardearían las tres ciudades más afectadas, luego harían lo mismo con el resto.
—»Aléjense de la zona cuanto antes, llegarán dentro de poco».
Los soldados recibieron la llamada que esperaban desde hace tres meses, la orden de retirada.
—Finalmente esos idiotas comprendieron que no podemos hacer nada contra esas cosas, hasta que actúan. —Decía un soldado quejoso, fue el primero en recoger sus cosas y montarse en el camión.
Todos se movieron rápido, levantaron el centro de mando en pocos minutos. Era de día, esas cosas no salían tanto durante el día, quizá les incomodaba la luz del sol; aunque las noches eran un verdadero infierno.
Escuchaban disparos lejanos, algún compañero se defendía de una criatura, no se escuchaban esos ruidos, los que esas cosas hacían, seguramente era una bestia solitaria.
Voltearon a ver por última vez la ciudad, la más famosa del mundo, una de las más grandes y, por lo mismo, más arrasadas por las bestias. Sus enormes edificios ardían al centro, siluetas descomunales se veían caminando entre las llamas. Las fuerzas militares habían tratado de recuperarla, de rescatar a las miles de personas que permanecían en ella; lucharon los últimos tres meses y no lograban recuperar terreno, lo contrario, cada día debían replegarse más y más. Por fin la habían dado por perdida, esa ciudad ya no existiría más, tampoco esas cosas que la estaban destruyendo.
—»Que al menos tengan una muerte rápida». —Pensó uno de los soldados al recordar los rostros de esas personas que no pudo sacar, las había visto refugiadas dentro de un edificio departamental, no habían podido pasar a las bestias que deambulaban afuera.
Se montaron en camionetas y partieron rápido, dejando atrás las tiendas de campaña, torretas, comida, municiones; no querían perder demasiado tiempo, debían alejarse tanto como pudieran, sólo contaban con algunas horas antes de la llegada de las bombas, antes de que todo acabara.
Las horas transcurrieron, el cielo se iluminó, tres ciudades desaparecieron por completo.
—Envíen los «drones». —Dijo el disgustado Presidente, no se quitaba las manos del rostro, no se atrevía a ver a nadie. —Más vale que esas cosas estén muertas.
Desplegaron cientos de pequeños «drones» que transmitían con sus cámaras la imagen apocalíptica esperada, edificios derribados, calles repletas de escombros, fuego por doquier.
—Los veo… están muertos, hay algunos cuerpos… no, esperen, algo se mueve.
Esas cosas salían de los restos de las edificaciones, de nuevos pozos en el suelo que se iban formando; caminaban la ciudad devastada, se erguían triunfantes; algunos encontraban restos humanos carbonizados, los devoraban, ahora tenían mucha comida, ya no habría que buscarla. La ciudad ahora era suya.
—¡Maldición! No les pasó nada… Cancelen el resto de los ataques.
—Que regresen… No dejen que salgan de ahí.
Fue la combinación de fisionomía, entonces desconocida, de las criaturas y el hecho de que gustaban construir sus madrigueras muy profundo bajo tierra, lo que les permitió soportar los bombardeos. La terrible e ineficaz acción para destruir al enemigo más adelante sería recordada como «El Gran Error». La idea de otro ataque de esa magnitud quedaba descartada mientras no se conociera más acerca del oponente al que se estaban enfrentando, para ello era necesario tiempo y ese transcurría sin ver resultados.
Seis meses en el fin del mundo
No hubo muchas alternativas después del primer encuentro con «eso que salió de los pozos»; esas cosas, tan pronto vieron la luz del día, comenzaron a atacar a todo ser vivo a su alcance. Las ciudades, en especial las más grandes metrópolis, fueron con mucho las más afectadas; éstas eran en apariencia los objetivos primordiales de las criaturas que más adelante serían conocidas como sheitans, vocablo árabe para referirse al Diablo, y que fue adoptado debido a que el mundo cristiano rehusaba verse ligado a tales aberraciones.
—Los sheitans se han visto en varias formas y tamaños pero todos tienen cosas en común: son monstruosos, violentos y provienen de enormes agujeros en la tierra. —Se podía escuchar durante las transmisiones televisivas y de radio antes de que la señal dejara de transmitirse. —Se recomienda a todos los televidentes y radio escuchas que permanezcan en sus casas a la espera de la llegada de las fuerzas militares, quienes inmediatamente los llevarán a un lugar seguro. —Finalizaban cada transmisión.
Dichos agujeros se formaron violentamente después de intensos temblores que azotaron simultáneamente varias partes de la superficie terrestre, tragándose al formarse cuánto hubiese sobre ellos. Algunos de esos pozos eran pequeños, de apenas unos cuantos metros de diámetro, de ellos emergieron principalmente criaturas humanoides y aberrantes, de tamaño sólo un poco mayor que el de una persona; otros pozos eran enormes, alcanzando una circunferencia de varios kilómetros, era de estos últimos de donde salieron seres gigantescos, que eran los peores.
—Manténganse alejados de ellos en todo momento y eviten confrontaciones. No se les puede matar, repito, NO SE LES PUEDE MATAR.
Debido a su gran resistencia al daño, proveniente de su gruesa piel y ausencia de puntos vitales, en un principio se pensó que se trataba de criaturas invulnerables e inmortales; con el tiempo se comprobó que eso no era cierto, los sheitans eran seres vivos y, por lo tanto, era posible aniquilarlos.
—Se les ha categorizado en tres clases: Los «Humanoides» son sólo un poco más grandes que los humanos aunque mucho más robustos y muy desagradables de ver; se les puede reconocer por su apariencia, similar a la de un gorila pero descarnado, encorvado y de escaso pelaje. En su mayoría son bípedos; muy peligrosos debido a su ferocidad y abundancia; capaces de saltar grandes distancias y de alcanzar velocidades de casi 50 kilómetros por hora; además de tener también una fuerza y fortaleza muy superiores a la de cualquier animal de su tamaño conocido. Algunos tenían alas y podían volar por cortos períodos de tiempo.
Tenían la fuerza para destrozar el concreto y atravesar el metal con sólo unos cuantos zarpazos. Afortunadamente para la causa humana no se les pudo constatar mucha inteligencia, hecho que fuera la mejor arma en su contra.
—La segunda clase, los «Grandes», los hay desde aquellos un poco mayores que una vagoneta familiar hasta otros más altos que una casa. En su mayoría usan sus cuatro extremidades para desplazarse tal y como hacen los gorilas. Su fuerza no tiene comparación con la de los pequeños.
Fueron ellos los que causaron la mayoría de los destrozos en las zonas urbanas. Eran tan grotescos como los pequeños.
—El tercer grupo son los «Gigantes». Ellos salieron de los pozos de mayor tamaño; reposan entre los edificios por lo que pueden ser difíciles de ubicar a nivel de piso. Alcanzan decenas de metros de altura y es posible escucharlos a kilómetros de distancia ya que emiten un sonido desagradable parecido a un terrible lamento humano. Avanzan a paso lento. Por su gran tamaño son virtualmente invencibles pero también les impide ver lo que sucede inmediatamente abajo de ellos.
Se habían divisado pocos pero eran ellos quienes habían destruido la mayor parte de las zonas urbanas. Parecían mamíferos, con piel verrugosa y algo de pelaje marrón; muchos de ellos eran totalmente bípedos y no utilizaban sus brazos para apoyarse, lo que los hacía aún más imponentes. Despedían un olor fétido que, por fortuna, anunciaba su proximidad. Aunque muy diferente de ellos, a este grupo pertenecía el Dragón, la bestia de mayor tamaño que fuese vista en el oriente medio cuando todo inició.
Aunque por su apariencia parecieran demonios provenientes del infierno, los sheitans eran criaturas vivas, se les podía matar. Los humanoides podían ser aniquilados con armamento convencional, aunque se necesitaba de una considerable cantidad de municiones para ser derribados gracias a la combinación de su gruesa piel y la ausencia de suficientes puntos vitales en su organismo; la mayor parte de su cuerpo era músculo y hueso. Al igual que los humanos eran las cabezas los puntos más vulnerables al contener el cerebro, el cual estaba protegido por un cráneo tan resistente que era capaz de detener balas de gran calibre.
Inicialmente se intentó rescatar a los sobrevivientes, todos los días las fuerzas militares incursionaban en las ciudades y buscaban sacar con vida a cuantas personas fuese posible; pero cuanto más se adentraban en las urbes, más criaturas se encontraban y más difícil se volvían los rescates; las bajas de soldados y civiles eran cada día mayores y, poco a poco, la idea de salvar a los pobres citadinos fue descartada por inviable y «poco conveniente», millones de personas fueron dejadas a su suerte.
Las armas nucleares fueron ineficaces, el ataque que se intentó mató muy pocas criaturas y la radiactividad resultante no les causó daño, pero sí que dejó un radio inhabitable de más de once mil kilómetros cuadrados en cada ciudad afectada, circunferencia que impedía a las fuerzas militares ingresar a combatirlas o cerrar el cerco eficazmente. Los sheitans proliferaron al no encontrar resistencia en la zona radiactiva, la contención, aunque fue intentada, no fue posible y decenas de miles de criaturas lograron dispersarse, escapando de las zonas identificadas y perdiéndose en el terreno alrededor, atacando todo a su paso.
Millones de elementos de infantería fueron desplegados alrededor del mundo con el objetivo de exterminar uno por uno a los sheitans. Tras poco tiempo de iniciados los combates, las fuerzas armadas comenzaron a sucumbir sin lograr hacer mella en los números de los demonios; la orden de retirada no llegaba.
A los afortunados que lograron ser evacuados se les llevó a diversos campamentos, ubicados en las zonas rurales y lejos de las áreas urbanas y de los puntos de propagación de sheitans; ofrecían a sus pobladores seguridad, alimento, organización e incluso, algunos de ellos, comodidades suficientes para resistir por tiempo indeterminado. Fueron levantados en granjas, escuelas, zonas boscosas o en lo alto de algunas montañas y otorgaban una seguridad mayor que la que se encontraba en sus contrapartes citadinas, los sheitans rara vez se aventuraban fuera de las ciudades; lamentablemente esto último estaba cambiando, las bestias comenzaban a esparcirse. Los campamentos más vulnerables montaban barreras o creaban pozos o barricadas; precaución que brindaba alivio meramente psicológico pues nada de eso era efectivo ante las criaturas.
La mejor oportunidad que cualquiera tendría de sobrevivir era ser trasladado a uno de los diecisiete mega-campamentos alrededor del mundo, cuidadosamente diseñados para resistir largo tiempo el impacto de grandes cataclismos. Habían sido construidos a priori como una medida de seguridad en caso de un evento de destrucción global. Estaban mejor protegidos que cualquier otro, en su construcción se aprovechaban recursos naturales como barreras protectoras por lo que la misma dificultad que los hacía de difícil acceso para una persona servía de mecanismo de defensa contra los sheitans. Eran autosustentables, contruidos en las zonas más remotas e inaccesibles del mundo: en medio de densos y frondosos bosques, en lo alto de las montañas más altas e inalcanzables, en zonas, ya fueran desérticas, ya sean heladas, muy distantes de la civilización. Tenían la capacidad de albergar y mantener a cientos de miles de sobrevivientes; contaban con energía eléctrica, agua, alimentos, medicinas y una seguridad impresionante. Era en esos campamentos donde la humanidad buscaba resistir el tiempo que fuese necesario, era a ellos a donde los gobernantes de todo el mundo huyeron para mantener funcionales sus operaciones. Eran indispensables en la lucha por la sobrevivencia, contaban con lo que quedaba del poderío militar mundial; se convirtieron en el sistema nervioso de la civilización, la última oportunidad de respuesta.
Era dentro de uno de los mega-campamentos más grandes y avanzados tecnológicamente, desde donde un nutrido grupo de personas se encontraba reunida alrededor de un sólo individuo que, al centro y bajo la constante atención de la concurrencia, parloteaba para ellos.
—El fin de los tiempos no es algo inmediato. —Dijo el predicador mientras se encontraba de pie sobre una butaca, lo suficientemente elevado para ver claramente a cada uno de los casi veinte oyentes que tenía a su disposición, quienes lo veían con interés. —No crean lo que se ve en las películas, la televisión o en los videojuegos; no es un interruptor como apagar la luz, no, es gradual; esto que estamos pasando, el fin del mundo, puede llevar años. Pueden estar tranquilos amigos míos, aquí podremos resistir, aquí podremos reconstruir.
El público parecía estar de acuerdo con el predicador, sus palabras no tenían claras intenciones, ya sea que buscaran causar pánico por una muerte lenta o esperanza de salir adelante de un evento de extinción masiva; la mayoría del público parecía tomarlo desde esta última perspectiva o al menos así lo aparentaban los susurros que se alcanzaban a distinguir, eso hasta que un extraño individuo alzó la voz e interrumpió al predicador.
— ¿Años? al ritmo que van las cosas nos quedan unos dieciocho meses de vida.
