El Programa GAMER – La Era de los Sheitans – Capítulo 19 El ofrecimiento

El grupo, compuesto por menos de una veintena de individuos, caminaba silencioso a través de un camino de terracería. Se encontraban en medio de un llano, con grandes montañas color café que se divisaban a lo lejos, arbustos desérticos aquí y allá, con pocos árboles que les cubrieran del incesante sol; hacía mucho calor y la piel de esos individuos estaba enrojecida por efecto de los rayos U/V; la carretera tenía tiempo de haberse perdido de vista.

Los individuos eran mayormente hombres, malencarados, muchos de ellos armados; algunos portaban uniformes color anaranjado pero otros llevaban sucias camisetas y roídos pantalones, definitivamente no había algún código de vestimenta. Por la expresión de fatiga que se les veía en el rostro y la suciedad de sus ropas, se podía deducir que llevaban bastante tiempo caminando.

El sujeto que iba al frente era un delgado y bajito individuo de ascendencia asiática, de más de cuarenta años, cabello largo acomodado en una trenza y calvo de la mollera, luciendo una puntiaguda barba de candado; se veía en muy buena forma física, sus brazos eran musculosos y no tenía un gramo de grasa. Sostenía en sus manos una enorme hoja de papel que batallaba en mantener extendida a causa del viento; a su espalda llevaba una AK-47 y, alrededor de su pecho, varios cintos con municiones. Los demás elementos que lo seguían se tapaban el sol con las manos.

—¿Quién diablos dibujó esto? —Gritó enfadado el líder del grupo. Veía la hoja de papel que llevaba, había en ella un dibujo hecho a mano con lápices de colores; tenía algunas líneas trazadas con rojo y otras con azul, puntos encerrados en círculos mientras que otros estaban tachoneados; algunas figuras supuestamente indicaban montañas, ríos, un montón de figuras de casitas amontonadas indicaban la presencia de un pueblo, si en vez de casitas eran edificios entonces se trataba una ciudad; evidentemente era un mapa, uno muy mal hecho.

—Este maldito camino debe conducir a algún lado, por algo lo hicieron. —Dijo nuevamente el líder y les indicó continuar avanzando, maldobló el mapa y lo guardó en su bolsillo.

Caminaron durante casi cuarenta minutos, hacía tiempo que no veían señales de vida, nada que indicara civilización; no se veían edificios ni construcciones, ni siquiera una triste gasolinera abandonada a medio camino. Y por ello era que habían emprendido esta búsqueda, eran esas las condiciones ideales para lo que pretendían encontrar.

La mayor parte de esos individuos eran expresidiarios de Sanquinto, habían sido indicados por Hagen a partir tiempo atrás hacia varios puntos que el propio Hagen les había dibujado en hojas de papel. Esos puntos indicaban lugares donde se habían instalado refugios clandestinos, olvidados por las autoridades y dejados a su suerte, ¡igual que ellos! Habían sido levantados en sitios inhóspitos, retirados, y eso les había salvado la vida; los sheitans no habían dado con esos campamentos, los cuales contenían recursos valiosos, principalmente personas, que era lo que Hagen quería.

El mapa había sido desarrollado gracias a las entrevistas particulares que Hagen realizaba con cada persona que rescataba e ingresaba a su particular imperio. El hombre se tomaba hasta dos horas de pesada e incómoda «charla» con cada nuevo integrante de su «reino», preguntándoles todo acerca de lo que habían hecho hasta ese momento, interesado especialmente en saber de dónde habían partido. Las entrevistas eran sumamente incómodas pues la presencia de Hagen perturbaba frecuentemente incluso a sus compañeros de celda, mucho más a los campesinos provenientes de la zona rural que usualmente llegaban a sus puertas.

Una vez finalizada la entrevista, Hagen compilaba toda la información y la correlacionaba con el mapa de la región que tenía en su oficina el anterior director de Sanquinto; había desarrollado un, según él, inmaculado mapa que indicaba las locaciones de los diferentes asentamientos de refugiados que se encontraban cercanos a la prisión. Había trazado además las rutas de camino seguras y de riesgo, diferenciándolas con el color azul para las seguras y rojo para las que no lo eran; aunque ciertamente eran sólo suposiciones pues, aunque enviaba vigilantes que le reportaban lo que ocurría en los caminos circundantes, el mapa llegaba más allá de lo que sus hombres habían explorado por lo que quien siguiera las indicaciones del mapa estaba más bien a expensas del «sentido común» de un desquiciado; a Hagen poco le importaba si algunos de sus hombres o de los rescatados morían en el trayecto.

Una vez Hagen estuvo contento con su mapa, había garabateado copias en hojas de papel y las había entregado a varios de sus hombres, a quienes les dio la indicación de acudir a revisar esos puntos en grupos pequeños, a fin de hacer reconocimiento del territorio y de «reclutar» a aquellos que fuesen aptos para formar parte de su siempre creciente ejército.

Aunque ese reclutamiento no era realmente forzado, Hagen les había indicado a sus heraldos a «instar» a los pobladores, tanto como fuese posible, a sumarse a sus filas. La mayor parte de las veces ello consistía en promesas de una vida mejor, de mayor seguridad, de alimentos; ocasionalmente enlistarse a su ejército era usado como moneda de cambio, tomando a alguna cantidad de refugiados a cambio de exterminar a alguna criatura que estuviese rondando cerca o por la promesa de envío de recursos en el futuro. En ocasiones, felizmente las menos, los heraldos de Hagen simplemente se desesperaban y secuestraban a los refugiados o amenazaban con matar a sus familias si no se les unían; tales actos no eran «aprobados» por su desquiciado líder, sin embargo la reprimenda por hacerlo no era severa así que la práctica se perpetuaba. De una manera u otra, Hagen veía siempre incrementarse sus fuerzas y, con ellas, su propio delirio.

El grupo liderado por Ulrikt, pues aquel era el nombre del sujeto que guiaba el camino, ya había visitado algunos asentamientos, los cuales eran aquellos que habían sido tachoneados. De esas visitas habían visto incrementarse su número pues, de ser sólo tres los hombres que salieron de Sanquinto, ahora sumaban casi veinte; todos ellos reclutados voluntariamente en algún refugio anterior, y tan buena era su disposición que algunos se habían visto beneficiados con armas para defenderse durante la travesía. Por supuesto que no sólo los que le acompañaban habían sido reclutados, había dejado horrendos panfletos que el «departamento de diseño» de Hagen había elaborado, de modo que el resto de los pobladores pudiesen meditar de mejor forma su posible participación a fin de tener una respuesta positiva de su parte en una visita futura. Ulrikt era un hombre simpático por lo que, al menos él, no gustaba de forzar a la gente a enlistarse; eso sí su capacidad de vender la idea era muy buena por lo que podía sumar con pocas dificultades a gente para su causa. Fue así que consiguió a aquellos que actualmente le seguían y dejó en los asentamientos a gente muy interesada en sumarse. Ulrikt estaba seguro que gran parte de ellos llegaría a Sanquinto simplemente con las indicaciones que venían en el panfleto.

Se dirigían a uno de sus últimos destinos, un campamento que, en teoría, había sido levantado en un valle en medio de una zona árida, bastante lejos de la carretera y en medio del recoveco que dejaba una montaña, o al menos eso era lo que el dibujo que Hagen les había hecho indicaba. Ulrikt ansiaba llegar a su destino pronto, no sólo para así descansar y comer algo de lo que seguramente podría arrebatarle a los colonos; sino porque no deseaba estar a la intemperie al anochecer. Las noches eran las más peligrosas pues era cuando los sheitans estaban más inquietos, y si bien se encontraban en una zona despoblada y no se habían topado con una sola de esas criaturas, la siempre latente posibilidad de que alguna de ellas estuviera en las inmediaciones les impedía dormir, por ello el tiempo que permanecieran lejos de Sanquinto era una tortura y todos los grupos de heraldos se apresuraban para terminar cuanto antes sus asignaciones y así volver a la seguridad de su añorada y cómoda prisión.

—Ya veo la montaña. —Dijo Ulrikt, estaba cansado y veía hacia el cielo, comenzaba a oscurecer. —Apresuremos el paso.

Llegaron al punto que tenían marcado como su destino poco antes de que el sol se ocultara por completo. En efecto la cadena montañosa hacía una especie de semicírculo en donde se encontraba una serie de casuchas hechas con tablones y láminas, estaban cercados por líneas de alambre de púas que se unían entre sí con estacas separadas unos diez metros unas de otras. Una enorme lámina, de tres metros de ancho por dos de alto, ocupaba un espacio importante entre dos estacas e impedía el acceso. Ulrikt de inmediato asumió que esa debía ser la puerta.

—»Hacen mucho con lo poco que tienen». —Pensó.

Realmente las medidas de seguridad que habían tomado eran completamente ineficaces contra los sheitans, cualquiera, por más pequeño que fuese, derribaría la lámina o cortaría con sus garras el alambre de púas; al menos las medidas quizá sirvieran de placebo y permitían dormir más tranquilos a sus habitantes, o tal vez su objetivo no fuese ahuyentar a los sheitans sino a otro tipo de visitantes.

—A nosotros. —Dijo Ulrikt sin hablarle a nadie.

El hombre comenzó a dar golpes a la lámina, a fin de llamar a quien fuera que pudiese escucharlos; no deseaba entrar a la fuerza, al menos no de inicio. Esperó un poco hasta que vio que alguien salía de una choza y se acercaba temeroso hacia ellos. Ulrikt notó que no llevaba armas de fuego pero sí portaba un machete; con una seña tranquilizó a sus seguidores e indicó bajaran las armas.

—¡Buenas tardes! —Dijo Ulrikt sonriente.

—¿Quiénes son ustedes? —Respondió nervioso aquel hombre.

Era un sujeto adulto, de cabello canoso, rostro marcado por arrugas y piel tostada; tenía el estómago inflamado pero los brazos y el rostro sumamente delgados, sus pómulos parecían que estaban por cortar la piel en cualquier momento. Entrecerraba los ojos, claramente tenía problemas de visión. Se acercó a una distancia prudente detrás del alambre de púas, no abrió la «puerta».

—Hemos venido a ayudarlos, —dijo Ulrikt, —¿Están todos en buena condición, necesitan alimentos, agua, medicinas?

—¿Son del gobierno?

—Estamos con una organización del gobierno. —Ulrikt se sonrió involuntariamente al decirlo. —¿Nos invita a pasar? Estamos agotados.

El hombre los observó fijamente, era un grupo numeroso y mal vestido, para nada eran como imaginaba a los empleados del gobierno, a quienes ubicaba como en la televisión, hombres con impecables trajes negros, mujeres estiradas por cirugía y montones de maletines.

—¿Dónde están sus maletines? —Preguntó. Ulrikt no entendió.

—Estamos aquí para ayudarlos. —Dijo finalmente. —Si tan sólo nos invitara a pasar podríamos charlar cómodamente.

No sin dudarlo, el hombre decidió permitirles la entrada, no era como si realmente pudiese impedíselos de todos modos, la lámina que bloqueaba el acceso sólo estaba sobrepuesta.

Ulrikt entró primero y estrechó la mano del pobre viejo que ni siquiera se la había ofrecido. Le dio unas palmaditas en el hombro.

—¿Viven muchas personas aquí? —Preguntó.

—Algunas familias. —Dijo el viejo.

—¿Está usted a cargo?

—No hay nadie a cargo.

El resto de los indeseables ingresó al refugio, el último de ellos volvió a colocar la lámina en su lugar; Ulrikt sabía que de nada servía pero eso le hizo sentirse un poco más seguro, lo cual le hizo reír.

—¡Venimos con excelentes noticias! Llévanos con tu gente para comunicárselas. —Le ordenó al viejo, quien con temor les obedeció.

Atravesaron las primeras casuchas, algunas estaban vacías, otras no contaban con techo. Por todos lados colgaban sábanas que ondeaban con el viento al lado de cobertores y trozos de cartón con los que formaban pasillos e impedían ver lo que ocurría tanto de afuera hacia adentro como al revés, evitando de ese modo exponer al exterior las condiciones tan frágiles en que vivían.

El viejo los llevó al «centro» de lo que sería el campamento, un lugar abierto en el que se encontraban sentadas en círculos varias personas que comían algún tipo de potaje directamente de unas cacerolas oxidadas. Ulrikt los observó, estaban en malas condiciones, muy sucios y delgados; observaron con timidez a los recién llegados, algunos estaban asustados, otros pensaron que venían a rescatarlos. El viejo pretendía colocarlos en un rincón pero los hombres de Ulrikt se negaron, quedándose en vez de eso justo al centro, acaparando el espacio de los habitantes; derrotado el hombre fue a reunirse con sus compañeros, con quienes intercambió algunas palabras; uno de ellos, un hombre maduro aunque aún vigoroso, se acercó a los recién llegados y tomó la palabra.

—No parecen de gobierno. —Dijo.

Ulrikt dio un paso al frente y, sonriente, ofreció uno de los horrendos panfletos que llevaba. El hombre lo tomó y trató de verlo; estaba anocheciendo por lo que no era fácil de leer, Ulrikt agradeció la oscuridad, así no verían lo mal hechos que estaban.

El hombre maduro observó el folleto y alcanzó a leer algunas palabras que estaban remarcadas: Esperanza, Mejor vida, Alimentos, Medicina, Seguridad, Propósito. Revisó las hojas del folleto, vio dibujos de lo que parecía un castillo, figuras burdamente hechas que se amontonaban en la puerta del castillo y que levantaban armas; un ejército. Al final las palabras: Únete.

—¿Esto qué es? —Preguntó.

—La salvación, —les dijo. —Venimos a ofrecerles nuestra protección. Somos miles y queremos que sepan que ya no están solos.

El hombre maduro no contestó.

—Venimos de muy lejos a invitarlos a formar parte de algo mejor, a ofrecerles una vida más agradable. Los invitamos a ir con nosotros a Sanquinto y colaborar con nosotros para tener una vida más digna.

—¿Son un ejército?

—¡Precisamente! —Respondió Ulrikt. —Protegemos a la gente.

El hombre maduro observó al sujeto con quien hablaba e hizo lo mismo con el resto de sus acompañantes; no tenían una presencia muy agradable, estaban sucios, tatuados; los dientes no reflejaban buena higiene.

Ulrikt miró a su alrededor, no era mucha gente la que se encontraba en el lugar, calculó no eran ni cincuenta, muchos de ellos mujeres maduras, algunos niños. Los hombres con edad de luchar apenas y alcanzaban un puñado, y aún ellos estaban bastante desmejorados.

—¿Son todos?

—Somos campesinos, sí, sólo quedamos nosotros.

—La han pasado muy mal, ¿no es así?

—Pero seguimos con vida.

—En efecto mi amigo; han logrado mucho con apenas unos pocos aditamentos. Ustedes son sobrevivientes, son como nosotros.

A continuación hizo una seña y el resto de sus elementos comenzó a movilizarse y a entregar algunos panfletos, ocasionalmente forzaban a alguien a levantarse para observarlo mejor.

Ulrikt miró fijamente a los lugareños, dependiendo de lo que observara era lo que debía hacer, ya sea dejar información para contactar a los indeseables o «instarlos» a unirse a sus filas; después de unos instantes de observación tomó una decisión.

—Les ofrecemos varios paquetes para satisfacer sus necesidades particulares. —Ulrikt recitaba el discurso que Hagen le había preparado, sabía que ese sujeto le preguntaría exactamente qué había dicho; causaba tanto miedo que era imposible mentirle.

—Pueden optar por el Paquete Plata, el cual incluye protección en contra de hasta cinco demonios, todo a cambio de una módica cuota mensual. O si lo prefieren pueden acceder al Paquete Oro, con el que obtendrán protección avanzada que incluye el exterminio de hasta veinte demonios o un asentamiento vecino que les esté causando problemas; créanme cuando les digo que a veces los vecinos son peores que los monstruos.

El hombre maduro lo veía con expresión de consternación, ¿paquetes? ¿Pagos? ¿Cómo iban a pagar? ¡Apenas tenían para comer!

—Pero eso no es todo, también pueden adquirir el Paquete Platino, el cual consiste en protección las veinticuatro horas del día al ser trasladados todos ustedes a Sanquinto. Y permítame decirle que este paquete está de oferta en este momento pues cuenta con diversos modos de pago. —Ulrikt recitaba el discurso al pie de la letra, justo como Hagen lo haría.

—¿De qué demonios está usted hablando? —Preguntó el consternado hombre. —Por supuesto que no tenemos dinero.

—Espere amigo, espere; que claro que tienen mucho de valor, y de hecho esa es la mejor parte pues aceptamos diferentes formas de pago, tanto dinero como en especie; y eso es por lo que fácilmente pueden acceder a nuestros servicios pues ustedes mismos son valiosos para nosotros. Pueden optar por pagar cualquiera de los paquetes Plata u Oro con su propia gente, y debido a las excelentes condiciones en que se encuentran, pocos de ustedes bastarán para completar el pago; de más decir que el paquete Platino se paga solo.

Ulrikt sonreía, el hombre lo veía asustado.

—Bien, ¿cuál paquete cubre mejor sus necesidades?

Era claro lo que esos hombres eran, saqueadores, precisamente aquello que pretendían dejar fuera, ¡y les habían dado entrada! Realmente no habían tenido opción.

No había paquetes, no había seguridad, esos sujetos se llevarían lo que quisieran y jamás volverían, los dejarían abandonados a su suerte, quizá se llevarían a los pocos hombres fuertes, a algunas mujeres; los viejos y los niños morirían de hambre; la pobre comuniad abandonada no estaba en condiciones de negociar.

Estaba por responderle pero se le hizo un nudo la garganta, moría de miedo y no encontraba qué decir; esos sujetos podrían matarlos a todos en un instante. Ulrikt notó su temor y puso su mano sobre el hombro del asustado sujeto.

—Son muchas opciones, no se preocupe, tiene toda la noche para decidir, nos iremos mañana temprano.

El indeseable volvió con sus hombres y dio algunas indicaciones que nadie fuera de ellos pudo escuchar; los sujetos comenzaron a inspeccionar las chozas y se metieron en ellas, algunos pidieron algo de comer. Los refugiados se mantuvieron al centro, asustados.

Ulrikt no pudo dormir bien, nunca podía cuando estaba afuera; escuchó durante la noche a los refugiados hablar en voz baja, discutían; sabía de qué hablaban, esperaba pronto comenzaran a alzar la voz, siempre era así. Algunos minutos antes del amanecer salió de su choza y vio afuera a los refugiados.

—Iremos con ustedes. —Dijo el hombre maduro.

—¡El Paquete Platino entonces! —Respondió Ulrikt aliviado, temía tratasen de resistirse, no deseaba que las cosas se complicaran, ansiaba regresar cuanto antes. Ulrikt les dio la información básica del paquete que acababan de adquirir y los felicitó por tan sabia elección; tal y como Hagen le había indicado.

—Todos ustedes serán reubicados a Sanquinto con nosotros, ahí tendrán seguridad, alimento y medicinas. A cambio tendrán que colaborar con la sustentabilidad de nuestro castillo; se les asignarán labores adecuadas a cada uno de ustedes como son la limpieza, la cocina o incluso la defensa. Como verán el pago es bajo comparado con los beneficios.

Sus nuevos cohabitantes no tenían forma de responder.

Organizó a sus hombres así como a sus nuevos reclutas, de golpe pasaron de ser una veintena a casi un centenar, y aunque no todos eran aptos para el combate, eso no le importaba a Hagen pues ahora tendría mano de obra de sobra. Indicó tomaran todo lo que fuera de utilidad como comida, ropa y agua, y salieron para nunca volver.

—¡Démonos prisa amigos! —Dijo con ánimo, aplaudiendo con fuerza, asustando con eso a sus nuevos «roomies». —Tenemos dos visitas que hacer antes de volver y no quiero estar a medio camino cuando anochezca.

No les dijo pero el camino de vuelta a Sanquinto era de riesgo, posiblemente no todos llegarían a su destino. Pero seguro que lo compensaría con elementos nuevos en el siguiente refugio, sin contar con los que habrían de llegar con el paso de los días.

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