El Programa GAMER – La Era de los Sheitans – Capítulo 2 Los monstruos han tomado la ciudad

Edificios derribados, escombros por doquier, era como si una gran guerra acabase de ocurrir y una ciudad, anteriormente icónica, hubiese dejado su cadáver para pudrirse lentamente bajo el sol.

Sombras monstruosas que se mueven sin dirección, desaparecen en el suelo sólo para emerger nuevamente; ansiosas, buscan algo.

Caminan sobre montículos de concreto y metal, escarban aquí y allá, escalan los restos de los edificios, gruñen y luchan entre sí; nubes de polvo cubren la ciudad, dejando ver figuras informes y aterradoras; una levanta los restos de un vehículo quemado, lo parte en dos y retira una masa chamuscada de su interior; la observa delante de su horrenda cabeza, sus mandíbulas, repletas de colmillos que chorrean una sustancia viscosa y blanquecina, se mueven como si pretendieran zafarse de su sujeción.

Una criatura gigantesca avanza despacio entre los restos de los alguna vez enormes rascacielos, los aparta con sus descomunales brazos como si se tratase de maleza que le estorba al caminar; derriba los edificios con facilidad, toneladas de concreto caen desde las alturas, levantando densas nubes de polvo que cubren el suelo. Sólo se alcanza a ver la parte superior de su cuerpo que sobresale de la marea de polvo que se forma con su avance, no le importa lo que haya a sus pies, destroza a su paso casas, árboles, vehículos e incluso a otras criaturas, igualmente monstruosas aunque más pequeñas; algunas atacan las piernas del coloso, a éste parece no importunarle, no emite ruidos, no cambia su ruta; sigue caminando lentamente, detruyendo todo a su paso, triturando lo que quede bajo sus pies.

Una marea de fuego alcanza una zona residencial, quema los árboles, hace tronar los vidrios de lujosos centros comerciales. Se escuchan sirenas pero no se trata de bomberos a toda prisa buscando apagar incendios, tampoco son ambulancias que pretendan rescatar a los heridos; el ruido viene de las alarmas de los vehículos abandonados a su suerte, chamuscados, carbonizados; sus ruidos son los últimos gritos de agonía que puede emitir la civilización que habitaba la ciudad, único sonido conocido que se puede escuchar, vestigio reconocible que se pierde entre gruñidos espantosos y nunca antes percibidos por un oído humano.

El fuego se extiende sin control, consume fábricas, avenidas, callejones, casas, edificios; el parque central, anterior ícono de la ciudad, es un enorme lago de fuego que amenaza desbordarse y engullir los restos de la ciudad en cualquier momento. Las llamas parecen olas en medio de un huracán, enormes, se alzan decenas de metros y lamen con deseo el aire, que hierve y desgarra lo que toca.

En medio de ese fuego enormes figuras se mueven, figuras humanoides, monstruosas y gigantescas, caminan sin prisa; el fuego no les molesta, no les afecta, ni siquiera parecen sentirlo. Recorren el parque central en llamas como si fuera su propia piscina, a su paso extienden el incendio, que se propaga en otras zonas de la ciudad. El fulgor anaranjado de las llamas se puede ver desde muy lejos, desde kilómetros de distancia; los aterrorizados ojos de quien lo viera sólo eso pueden hacer, observar cómo se acerca.

Son los restos de una ciudad atacada tanto por los sheitans como por los seres humanos, como si se hubiesen puesto de acuerdo para lograr el máximo daño posible. Entre la terrible fuerza de esas criaturas y las armas nucleares de la raza humana, han destruido por completo varias zonas urbanas, segando miles de vidas, humana, animal y vegetal, en el proceso.

El viento arde y desgarra la piel de los cuerpos que yacen dentro y alrededor de la zona de impacto. El cadáver de una mujer joven descansa sobre pasto quemado; era bonita, delgada; parte de su ropa se mantiene íntegra, botas que seguramente fueron carísimas, un vestido de una tela muy fina, color carmesí; se alcanzan a ver las uñas, arregladas, con vivos colores. Aún le queda piel en algunas partes del cuerpo; tersa, sin imperfecciones, quizá se trataba de una modelo, tal vez una famosa actriz; la ciudad era hogar de muchas estrellas de la farándula, de los pocos que podrían costearse una vida en dicho lugar. Los restos de piel se deshacen poco a poco con cada caricia del viento, que la corroe, la desgarra. El rostro de la mujer es irreconocible, algunos mechones de cabello castaño, con vivos en rubio en las puntas, bailan abrazados al viento; se puede ver una expresión feliz en su rostro, dos hileras de dientes perfectos, blanquísimos; ya no tiene labios, esa boca jamás se habrá de cerrar.

El mar baña la costa, el agua tiene un color cobrizo; centenares de cuerpos yacen sobre la arena, mojados por el agua, su sangre se funde con ella y crea un lodo viscoso. Los cadáveres están humeantes, sus ropas quemadas, miembros humanos se desprenden con la caricia de las olas y son arrastrados por ellas de vuelta al mar.

Una criatura se mueve ágilmente, no le molesta el panorama, no le lastima el viento ardiente. Es más grande que una persona robusta; camina encorvada como si fuese un gorila. Su cabeza es descomunal para lo que es el resto de su cuerpo, tiene una enorme frente prominente, repleta de escamas y espinas; dos ojos color naranja ubicados al frente, hundidos, brillantes; su boca enorme, ocupa la tercera parte de esa cabeza gigantesca y se abre horizontalmente hasta casi cada extremo. El interior de la cavidad está repleto de dientes, colmillos, de un color amarillo casi mostaza, son varias hileras. No tiene nariz, sólo un par de orificios sobre la boca indican dónde podría estar. Sus dos brazos están cubiertos de espinas, grandes, gruesas; como si fuesen dagas; también tienen algo de pelo, muy grueso. Las manos enormes, con dedos largos y huesudos, no parecen estar cubiertos de piel, se ven… distintos, sin diferenciarse de las uñas que más bien son garras. El cuerpo de la criatura es fibroso, no parece existir grasa, es completamente músculo y hueso. El pecho está cubierto de placas brillantes, la cintura se vuelve angosta. La espalda está cubierta de espinas y pelo enmarañado, plástico y restos de basura se han visto atrapados en ellas. Tiene dos piernas, son cortas y articuladas al revés, cubiertas de placas brillantes y espinas; no tiene pies sino pezuñas, como las de un caballo, pero mucho más grandes, no son proporcionales al resto de su cuerpo.

Es una criatura horrible, un sheitan, uno de los pequeños. Son muy numerosos y todos diferentes. Camina despacio a través de la playa, sus pezuñas se hunden en la arena, con sus garras se abre camino. Se dirige a los cuerpos, los examina, los explora; arranca trozos, miembros, los introduce en su boca y los devora.

Más sheitans aparecen, parecen atraídos por el olor a carne quemada; pronto la playa queda atestada de criaturas, son ya más los sheitans que los cadáveres; luchan entre ellos, se arrebatan los cuerpos. Llegan demonios más grandes, del tamaño de vehículos familiares, del tamaño de casas; los más grandes ahuyentan a los pequeños; algunos se defienden, se abalanzan en contra de los más grandes, escalan sus lomos y tratan de hundir sus garras en ellos, parecen ni sentirlo.

Una niña camina asustada, está sucia, sangra; tiene la cara llena de hollín. Vivía en los suburbios, las bombas no conectaron directamente en donde ella residía; el viento arrastrará la radiación hacia donde ella vaya, no vivirá mucho. Una criatura la sigue, la pequeña no se ha dado cuenta, está sola. La criatura la alcanza de un salto y la parte en dos con un solo movimiento.

No muy lejos de ahí un grupo de personas se aferra a la vida, posiblemente fueran vecinos de la pequeña. No son muchos, menos de una docena, están sucios, heridos, asustados; lloran. Un hombre perdió su mano izquierda, jirones de carne escapan de entre una camisa que usó para apretarse el muñón, la sangre se ha coagulado, tomó un color negro. Su rostro expresa dolor, está pálido, suda. Una mujer trata de asistirlo, le limpia la cara, trata de darle agua, de curar sus heridas mientras el pobre gime de dolor.

Están dentro de un minisúper, no tiene techo, las paredes se han venido abajo, los vidrios están completamente rotos. Los heridos descansan y sollozan, aquellos que están en mejor condición ven hacia el horizonte, les hipnotiza el brillo anaranjado del incendio.

—El parque central. —Dice uno, nadie le responde.

El viento es cálido, les quema el rostro; no se dan cuenta que, poco a poco, la piel comienza a abrirse, a enrojecerse, después de todo están tan sucios y tan ensangrentados que no podrían notar una herida nueva.

—Vendrán a rescatarnos, no nos van a abandonar. —Volvió a decir el que miraba hacia el parque central. Nuevamente nadie le respondió.

Uno de los sobrevivientes abre una bolsa de frituras, comienza a comerlas, hace ruido; escuchan algo, contienen la respiración y guardan silencio. Sienten vibraciones en el suelo, después un sonido horrendo les hiela la sangre, un rugido. Voltean a todos lados, dos de los sobrevivientes se van corriendo, los más gravemente heridos no pueden moverse, sus familiares no quieren dejarlos; varias criaturas emergen de entre los escombros alrededor, comienzan a cercarlos; los sobrevivientes se apretujan entre ellos, lloran.

Los sheitans los destrozan, despedazan los cuerpos de los sobrevivientes como si fuesen muñecos, los devoran. Uno trata de defenderse, lanza un golpe al rostro de un sheitan, su puño impacta con una de las espinas y queda abierto en dos, sólo dolió unos instantes; con sus garras el sheitan tomó el rostro de aquel hombre y apretó, retiró la mitad de la cabeza como si estuviese hecha de algodón.

Los dos sujetos que huyeron no se detienen, no voltean hacia atrás; lloran. No saben a dónde correr, atraviesan escombros y se tropiezan con rocas, la piel de sus rostros casi ha desaparecido. De nada les servirá huir, la radiación está matándolos, el calor los está cocinando por dentro; hubiera sido mejor que los sheitans los devoraran.

Afuera de la ciudad, que ardía sin fin, se había levantado un puesto de combate; eran los soldados que anteriormente luchaban contra los sheitans y trataban de salvar de su destrucción a la ciudad más famosa del mundo. Habían recibido la orden de retirarse poco antes del ataque nuclear y se les indicó se apostaran a una distancia prudente, a salvo de la radiación que sus propios jefes habían causado. La unidad constaba de un millar de elementos, no muy lejos había otra, y otra; las fuerzas castrenses habían sido colocadas alrededor de la ciudad, formaban un cinto de seguridad, estaban ya enterados de lo ineficaz del ataque, las criaturas seguían en la ciudad, casi sin daños; en cualquier momento intentarían salir.

—Tenemos de gracia hasta que se les acabe la comida, esos pobres bastardos, —dijo un soldado veterano, alto, muy fuerte; se refería a aquellas personas que no pudieron ser evacuadas. —Con su muerte nos permiten organizarnos. —Tomó un cigarro, sonrió un poco aunque nunca dejó de fumar. —Quizá esa fuera la intención desde el principio. —Murmuró.

Los soldados corrían apurados, algunos ni siquiera sabían por qué. Escuchaban por radio que otra unidad había divisado una criatura que trataba de escapar, lograron darle muerte pero perdieron muchos elementos en el acto. Veían hacia la ciudad, engullida por las llamas, brillando en tonalidades amarillas y anaranjadas; estaban lejos pero el aire se sentía caliente; tallaban sus ojos, el viento les irritaba, sentían como si minúsculas agujas se incrustaran en el rostro.

Llegaron camiones, muchos de ellos, decenas; transportaban materiales de construcción, bloques de hormigón, herramientas, cemento. Indicaron a todos los soldados que no estuvieran apostados en el frente descargaran el contenido, hecho que les molestó, en especial a aquel soldado veterano que parecía estar al mando. En un principio se negó a cooperar, bastó una llamada por radio para que, no sin molestia, accediera a ordenar se inicie la descarga de materiales.

—Somos soldados, no obreros. —Dijo molesto el veterano. —Malditos sean los burócratas.

Un gigante se acercó a aquel militar, era enorme pero no era un sheitan sino un hombre, el veterano le ofreció un cigarro que el gigante aceptó, fumaban en silencio mientras veían a sus compañeros realizar labores impropias para hombres de armas.

—Así son los jefes. —Dijo entre dientes el veterano.

—¿Alguna vez han sido distintos? —Respondió el gigante.

Los soldados realizaban la pronta descarga de los materiales, no podían dedicarle demasiado tiempo, era necesario que estuvieran listos en caso de que sheitans intentasen escapar de la ciudad. Aún era de día, eran las horas tranquilas, a los sheitans no les gustaba la luz del sol y los días soleados eran lo más parecido a vacaciones que estos hombres y mujeres habían tenido en meses. Las noches… esas eran problemáticas.

—¿Para qué es todo eso? —Preguntó el gigante,

—Quieren enjaular a esas bestias. —Respondió riendo el veterano, no dejaba de fumar. —Vamos a construir un cerco de concreto reforzado.

—¡Qué estupidés! —El gigante rió.

—Órdenes de Humme. —Finalizó el veterano. —Ese viejo era más útil retirado.

El cielo oscureció y un fuerte ruido les alarmó, voltearon al cielo, aún era de día; les tranquilizó saber que el ruido no venía de sheitans, eran motores de helicópteros, decenas de enormes aeronaves de carga modelo Mi-26 se acercaban; bajo ellos, gigantescas máquinas de construcción, brillantes, nuevas; que colgaban de alambre reforzado. Era una maquinaria inusual, impresionante; claramente para trabajo de construcción pero impropias para las manos de obreros ordinarios.

El veterano veía acercarse a los helicópteros, cada una una de esas enormes máquinas de construcción colgaba de cuatro aeronaves; el transporte de ese equipo era riesgoso, no sólo por los sheitans, el peso de esas máquinas era inmenso. El veterano conocía bien el funcionamiento de esos helicópteros, uno sólo bastaba para transportar un tanque M1 Abrams sin dificultad, y ahora cuatro de ellos no podían elevarse a más de cien metros a causa de esa pesada carga que transportaban.

Los helicópteros se acercaban y los soldados comenzaron a hacer espacio. Ordenadamente, y con extremo cuidado, pasaron a depositar la maquinaria una por una. El veterano pudo ver claramente el enorme e impresionante equipo que les estaba llegando desde las alturas.

La mencionada maquinaria era una especie de plataforma montada sobre cuatro enormes hileras de riel tipo oruga; de la plataforma sobresalían seis brazos robóticos extensibles, que, gracias al color del metal, de lejos parecía una piña.

Uno de los brazos contaba con un enorme y afilado taladro, cuya punta tenía el tamaño de un automóvil estándar. Otro servía para excavar y tenía una pala gigantesca, fácilmente del tamaño de una oficina pequeña. Los otros cuatro brazos eran pinzas, de las cuales dos eran pinzas delgadas, pensadas en utilizarse para sujeción y presión; en la unión de cada pinza, un filo inverso permitía realizar cortes precisos. Los otros dos brazos tenían pinzas más gruesas y cóncavas, útiles tanto para sujeción como para excavación de zonas más finas. Al centro una cúpula redondeada donde se podía ver tres asientos, aparentemente muy cómodos y colocados de forma perpendicular entre ellos, resguardados por amplios ventanales de cristal; ante cada asiento un par de largas palancas. La maquinaria completa medía ocho metros contando desde el suelo hasta el techo de la cúpula central, pero si se le sumaran los brazos, fácilmente triplicaría su altura. Todas las máquinas eran iguales, de color amarillo y hechas de un metal muy brillante; parecían recién salidas de la fábrica y mucho muy caras. El veterano estaba sorprendido mas no por la calidad de ese equipo sino por el hecho de desperdiciar recursos en algo como eso.

Apenas habían descargado un par de dichas máquinas cuando un helicóptero más pequeño aterrizó muy cerca de donde el veterano y el gigante se encontraban; de dicha aeronave descendieron varias personas, todas muy bien vestidas, que se acercaron por instinto hacia donde ambos soldados se encontraban.

—¿El Coronel? —Preguntó uno de ellos, uno joven.

—Muerto. —Respondió el veterano.

—¿Usted está a cargo?

—Eso parece.

El recién llegado realizó un gesto con las manos y así se acercaron sus compañeros.

—Venimos a ayudarles a levantar el cerco, nosotros somos operadores. —Gritó, los motores de los helicópteros seguían emitiendo ruido, sus hélices movían el viento calcinante y levantaban muchísimo polvo.

—Eso supuse. —Respondió el veterano con desdén.

—Estas máquinas son una maravilla, podremos levantar un muro en poco tiempo. Sé que contaremos con todo su apoyo; ustedes enfóquense en ayudar y en no dejar que esas cosas nos maten.

—¿De verdad piensan que podrán cercar por completo una ciudad como ésta? —El veterano no preguntaba al operador, más bien se preguntaba a sí mismo.

—Con estas máquinas todo es posible. —Respondió con presunción el operador. —Son algo nunca antes visto, una verdadera maravilla.

—Bastará una noche para que los sheitans hagan polvo a sus maravillas y a ustedes.

—¿Quién demonios es usted para decir eso?

El operador comenzaba a molestarse, el veterano ignoró la pregunta y observó a aquel joven hombre.

Era delgado, lampiño; el cabello bien peinado con gomina, tan fuerte que no se despeinaba con el viento provocado por el rotar de decenas de hélices. Sus brazos eran delgados, su cuerpo lejos de ser atlético. De nariz respingada y anteojos; jamás en su vida había estado en riesgo, seguro se estaría cagando de miedo al salir de su protegido refugio; jamás seguiría indicaciones de un hombre así.

—¿Qué estupidez se les ocurrió ahora a los «brillantes» hombres de ciencia?

La mirada del veterano asustó al operador, quien sin querer respondió automáticamente a la pregunta.

—Vamos… vamos a mandar veinte de estas máquinas a cada puesto de control, de todas las ciudades afectadas, así encerraremos a esos monstruos. —Respondió el operador con voz entrecortada.

—¿Y luego qué?

No hubo respuesta.

—¿Acaso esperaremos se aburran y regresen a los pozos?

—Nosotros… sólo vamos a cercarlos.

El veterano volvió a observar al operador y después volteó a ver a sus acompañantes.

—¡Escuchen, no tenemos tiempo para construir una jaula, cuando se les termine la comida en la ciudad van a salir como si fuera una avalancha, los harán pedazos! —Gritó a todos los operadores.

—Tenemos órdenes. —Respondió el jefe de los operadores.

—Ahora tienen nuevas órdenes. Vamos a construir cuellos de botella, obligarlos a tomar nuestras rutas y ahí acabarlos. Quizá tengamos tiempo para eso.

El operador iba a increpar pero el gigante se interpuso.

—¡Hable con respeto! —Le ordenó.

Molesto por el trato que el veterano y el gigante le daban, el humillado hombre corrió hacia su equipo, con quienes intercambió algunas palabras, y es que se suponía que ellos estarían a cargo, ¡los soldados eran sólo mano de obra! Regresó al helicóptero que lo transportaba y tomó la radio, intercambió airados comentarios con un desconocido interlocutor.

—¡Nombre y rango soldado! —Le preguntó gritando al veterano.

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