No en todo el mundo se vivía el apocalipsis de la misma manera que en Blossom. En los campamentos más pequeños, especialmente en aquellos que no contaban con una ubicación privilegiada, los ataques constantes de bestias mantenían la estabilidad social y emocional pendiendo de un hilo que cada vez se hacía más y más delgado.
A medio camino entre la capital y los restos de lo que fuera una vez la ciudad más famosa del mundo; aparentemente perdida y olvidada se encontraba una pequeñísima aldea rural; un pedazo de tierra que el progreso ignoró, lugar donde no se acostumbraba recibir la señal de internet, en donde incluso la energía eléctrica era un lujo. Una zona anteriormente detestada, habitada en su mayoría por unas pocas decenas de familias dedicadas a la agricultura, familias compuestas mayormente por viejos y niños, pues los adultos jóvenes hacía mucho la habían abandonado para dirigirse a un futuro mejor en alguna ciudad que les permitiera desarrollar todo su potencial, ignorantes en su viaje que eso les acarrearía la muerte.
La aldea contaba con pocas casitas blancas, muy sencillas; con el techos a dos aguas y el diseño típico del país, todas construidas en madera, con grandes ventanas para recibir mejor la luz natural, y mucho, mucho espacio para cultivar.
Anteriormente rústica y olvidada, la aldea ahora lucía diferente de lo que los pocos que lograron volver a ella recordaban; se había levantado una enorme cerca de malla ciclónica que rodeaba prácticamente toda la aldea, a la que se había cubierto de maleza, hojas secas y ramas para ocultarla lo mejor posible de la vista. Las zonas que, por su situación geográfica o por falta de materiales, no habían podido ser cubiertas por el enrejado, tenían amontonados viejos vehículos de agricultura que servían de conexión entre cada borde de la nueva reja, a éstos también se les habían colocado ramas y hojas, aunque por la forma irregular de tales objetos fuera imposible darle una apariencia orgánica.
Bajo el resguardo del nuevo, aunque humilde, cercado, la aldea estaba lejos de ser olvidada, centenares de personas se apretaban en las casas y muchas más se agrupaban en roídas carpas que habían sido levantadas en las zonas destinadas a la siembra. Todos cargaban mochilas que apenas y podían cerrarse de lo repletas que estaban, llevaban ropa, cobijas, alimentos, agua; y nadie deseaba separarse de sus pertenencias. Los padres instruían a sus pequeños hijos a aferrarse a sus cosas con fuerza, las familias se mantenían juntas y cualquier separación, por pequeña que ésta fuese, ocasionaba una angustia tremenda.
Los rostros de los nuevos habitantes de la aldea reflejaban miedo, tristeza; muchos habían dejado atrás a familiares y amigos, sus pertenencias, sus tesoros. Una cantidad impresionante de los refugiados vestía ropas que, aunque sucias, rasgadas y manchadas de sangre, eran carísimas, impropias de una aldea como en la que se encontraban; además del miedo en sus caras expresaban asombro, no estaban acostumbrados a una vida así, claramente no eran provenientes de la aldea.
Había niños que corrían de un lado a otro, no todos tenían padres que los estuvieran protegiendo; varios perros, la mayoría pequeños, correteaban tras ellos y forcejeaban por trozos de comida. Pequeños grupos se organizaban detrás de enormes mesas desde donde repartían alimentos y bebidas; tras ellos asaban con leña, usando parrillas, leños, fierros o cualquier instrumento que encontraran a la mano, pedazos de carne de diferentes animales. Pequeñas fogatas hervían agua que contenía verduras para cocinar caldos; condimentaban con mesura, pues no tenían muchas especias; todo era repartido mediante largas filas mal organizadas.
Aunque podría parecer un agradable festival medieval, la presencia de elementos uniformados cambiaba esa percepción rápidamente. Entre las personas ahí refugiadas se podían encontrar numerosos soldados y policías que portaban sus armas a sus espaldas. Había decenas de vehículos del ejército de los que subían y bajaban feroces y fornidos hombres, de seria expresión, prominentes barbillas y labios apretados. Trataban de mantener el orden lo mejor que podían; en un sitio separaban a los participantes de una trifulca, en otro escoltaban a una niña que lloraba al no encontrar a su mamá. Distribuían suministros que guardaban dentro de enormes y pesadas cajas, las cuales llevaban a los centros de acopio, donde eran categorizados y derivados a diversas zonas donde se les daría uso.
—¡No se amontonen! —Gritaba un hombre en uniforme que se aseguraba que nadie se formara dos veces en la fila.
Se escuchó el ruido de un motor, era el de un autobús estacionado entre las rejas y que servía como puerta móvil; usualmente eso significaba que más gente estaría ingresando al refugio. Una caravana de camionetas militares ingresaba, estaban repletas de personas que viajaban en las cajas. Las personas sangraban, lloraban; estaban tan cubiertos de sangre que era imposible distinguir de dónde esa sustancia habría emergido.
Una a una las camionetas ingresaban a la aldea, un policía, con trabajos e imprecaciones, conseguía movilizar a los refugiados para hacerle espacio a todos los vehículos. Una vez estacionados, su carga descendió y, en pocos minutos, el atestado refugio se llenó aún más.
—No puede ser que lleguen más, ¿acaso el gobierno no tiene a dónde llevar a esa gentuza?
—¿Qué no ven que ya somos muchos?
—Van a lograr que nos maten a todos.
Cada que una caravana llegaba con nuevos refugiados, quienes ya estaban tiempo atrás se molestaban y expresaban su descontento confrontando a los soldados. Irónicamente los recién llegados se unían a los demás habitantes en su sentir y reclamos al momento en que arribaba a la aldea el siguiente grupo de personas.
—¡Muévanse, muévanse, busquen un lugar donde acomodarse, dense prisa! —Les gritaban los policías y militares a los nuevos refugiados, quienes bajaban de las camionetas asustados por lo precario de su situación actual.
—¿Qué novedades hay afuera?
No siempre los recién llegados se topaban con la hostilidad de sus nuevos compañeros, algunos ansiaban la llegada de nueva gente que pudiese traer información adicional acerca de lo que estaba ocurriendo en otras partes.
—Se suponía que nuestro refugio era seguro; nos movilizaron de emergencia, no sé qué ocurrió.
—No funcionan las cercas de las ciudades, —añadió otro. —Esos monstruos están escapando, es demasiado espacio para cubrir.
Tuvo que callarse cuando un soldado malencarado pasó cerca de donde charlaban, la sociedad civil tenía prohibido tratar temas de táctica militar, ello con el fin de no malinformar y evitar causar pánico. No importaba cuan cautas fuesen las autoridades, la información salía a la luz eventualmente.
—¡Apaguen las fogatas, tienen diez minutos!
Comenzaba a anochecer, los refugiados tenían prohibido tener actividades una vez que se pusiera el sol; si bien estaban lejos de las ciudades, no pretendían llamar la atención de cualquier demonio que vagase solitario las carreteras. Presurosos finalizaron las actividades culinarias, extinguieron el fuego con cubetas de agua sucia, el agua limpia era muy preciada para gastarla en tal función; los adultos movilizaron a los pequeños que seguían jugando y todos se apretujaron dentro de las casas y carpas que estaban a su disposición. Ahora tenían menos espacio.
No muy lejos un helicóptero había divisado un pozo de sheitans, estaba vacío, ninguna criatura rondaba el lugar, nada salía ni entraba. Pero la simple presencia de dicha cavidad era suficiente para poner de nervios a la población, quienes sabían que algo sucedía cuando notaban los rostros preocupados de los soldados que debían protegerlos, o cuando llegaba un cargamento de municiones; y la última camioneta de la caravana transportaba muchísimas cajas de municiones.
No podían saberlo con exactitud, pero la mayor parte de los pozos se formaban en las ciudades, quizá la presión que las urbes ejercían sobre el suelo causara vibraciones que eran detectadas por los sheitans, quienes finalmente eran atraídos hacia las zonas más pobladas. Pero ocasionalmente se formaban esos pozos en lugares donde no habitaba gente, eran pocos pero preocupantes; el último pozo no estaba hace una semana, lo que fuera que saliera de allí no habría de estar lejos.
Este peligro externo se combinaba con su equivalente interno. Al no contar con la protección natural de otros campos mejor organizados, combinado con la falta de recursos o comodidades, se generaban constantes conflictos y luchas de poder entre los refugiados. Este hecho, especialmente cuando se mezclaba con la proximidad de las bestias, forzaba a los habitantes a migrar hacia otras zonas seguras, ya fuera porque la situación era insostenible o porque la probabilidad de un ataque era ya muy grande.
El procedimiento de evacuación estándar consistía en la formación de caravanas (tanto vehiculares como a pie) para, a continuación, tomar el rumbo que sus dirigentes locales les eligieran, cargando los pobladores sólo aquellos bienes indispensables para su supervivencia durante el largo y peligroso camino. No obstante, no todas las evacuaciones eran organizadas, las fugas clandestinas eran una constante pese a que estaban prohibidas, pues la trayectoria de los migrantes podría atraer bestias que vagaran por los alrededores, lo que pondría en riesgo al resto de la población. Era por esto que las autoridades preferían organizar evacuaciones planeadas a través de rutas previamente identificadas como seguras.
—¿No hemos recibido la llamada?
—Nada aún.
—Maldita sea, quisiera estar en ese Blossom, aquí no vamos a durar mucho tiempo más.
La llamada de la que hablaban era la orden de evacuación; una vez identificado el pozo los dirigentes, resguardados cómodamente en el campamento de refugiados más avanzado del planeta, evaluaban el costo-beneficio de realizar una evacuación. Si el riesgo de ataque era inminente movilizaban a sus ciudadanos hacia otra locación más adecuada, sin embargo la mayor parte de las veces preferían tener esa opción como la última alternativa; la migración de grandes cantidades de personas, como las que habitaban los refugios organizados, acarreaba riesgos tremendos de ataque y la posibilidad de llevar criaturas que rastreen la movilización directo a un refugio seguro. El retraso en tomar una decisión podría tener consecuencias desastrosas.
Si los habitantes de la aldea estaban a disgusto, desconocían que bien podrían estar mucho peor. Si bien los campos de refugiados oficiales podrían estar atestados y brindar una calidad de vida poco mejor que deplorable, al ser reconocidos por el gobierno recibían suministros y apoyo militar tan frecuente como fuese posible. Eso no podía decirse de los campamentos clandestinos, construidos lejos de la mirada vigilante de las autoridades y carentes del apoyo gubernamental, por más básico que éste fuera.
Dentro de las ciudades, al menos de las que no tuvieron la desgracia de ser bombardeadas por sus propios líderes; aún quedaban personas varadas en ellas. Todos los días enfrentaban a la muerte cara a cara, todos los días debían ver a sus seres queridos morir en sus brazos debido a las heridas, a infecciones, al hambre. No era su culpa, realmente no era culpa de nadie; era imposible evacuarlos a todos y muchísima gente se quedó atrás, sirviendo de alimento a los demonios en todo el planeta.
Aquella pobre gente hacía todo lo que podía para sobrevivir, algunos se encerraban dentro de sus casas, otros buscaban agruparse con otros sobrevivientes en sitios públicos como centros comerciales, escuelas o estacionamientos. Pero su mundo se hacía cada vez más pequeño, no sólo los sheitans se movilizaban por todo el territorio sino que, diariamente, más demonios emergían de los pozos. Los incendios que provocaban se salían de control y forzaban a los sobrevivientes a cambiar de ubicación; dicho sea que pocos alcanzaban a hacerlo, la mayoría fallecía calcinada, intoxicada o devorada por las criaturas.
Con excepción de las tres ciudades que sufrieron los ataques nucleares, las cuales habían sido pobremente cercadas, en el resto de las urbes se libraban batallas diariamente entre ejércitos de todo el mundo y los sheitans, incluso éstos últimos en ocasiones combatían entre sí por razones que sólo se podía especular como instintivas. Los ejércitos tenían dos directivas: matar sheitans y rescatar sobrevivientes; y en ambas estaban fracasando. Aunque estas bestias eran seres vivos, por lo que podían ser aniquiladas utilizando una cantidad impresionante de municiones de alto calibre, matarlas resultaba una tarea altamente compleja con las armas con que el ejército contaba. Cada día se perdían más y más vidas, tanto civiles como militares, la tentativa de defensa no estaba funcionando.
Los combates en las urbes eran frecuentes y podían durar semanas si los sheitans se agrupaban en grandes cantidades; los soldados debían pasar noches completas combatiendo por lo que estaban exhaustos, pero los sheitans parecían inagotables e infinitos; no importaba a cuántos de ellos mataran, más bestias aparecían transcurridas unas pocas horas. Con el pasar de los días no se lograba recuperar una sola ciudad, no podían declarar ninguna urbe como segura y los altos mandos estaban furiosos ante la falta de resultados.
Se instalaron centros de comando en la periferia de las ciudades, incluso algunos elementos valientes se atrevieron a apostarse al interior de las mismas, camuflados entre los escombros; aquellos situados en los alrededores servían como punto de encuentro con cualquier criatura que intentase salir de la zona urbana. Desde ahí los militares encargados del ataque y defensa se organizaban para un día más en el infierno en la tierra, un día que seguramente sería el último para muchos de ellos. La realidad era que el cauce de las batallas no estaba rindiendo frutos y, mientras que las municiones y armas continuaban existiendo en abundancia, lo que comenzaba a escasear eran las personas que habrían de portarlas.
