Amigos y amigas, reconociendo una recomendación realizada en redes sociales y que sirve como sustento a la actual campaña de Kickstarter (misma que puedes seguir aquí) les dejo uno de mis capítulos favoritos de la trilogía de El Programa GAMER, Capítulo 53: La enfermera, mismo que da inicio con el tercer libro, El Programa GAMER – Infierno en la Tierra, y que esta en cierto modo desligado de la historia central. Espero les guste y se interesen en apoyar la campaña para llevar El Programa GAMER – La Era de los Sheitans, a Editorial Planeta.

Desde niña siempre fue linda, con sus rizos rubios y animados ojos color azul cielo, enormes y redondos; su pequeño talle, sus mejillas rosadas, sonrisa angelical y cálida; con su simpatía y belleza natural siempre atrajo la atención de los demás. Los adultos se desvivían en elogios para sus padres, reconociéndoles lo hermosa de su pequeña, los niñitos de la calle de enfrente le regalaban juguetes y golosinas y los maestros de su escuela la adoraban pues no sólo era bella sino también muy inteligente.
Pero la belleza de su apariencia no era todo lo que en ella existía, pues su corazón era igual de hermoso; desde que pronunció sus primeras palabras se pudo ver en ella una bondad sin igual, sus expresiones siempre iban plagadas de ternura, de afecto; con ella todos encontraban una palabra de aliento, consuelo, fortaleza.
Se podía decir que ella era la encarnación de la compasión, cuidaba de todos, personas, animales, incluso insectos. Cuando su mamá gritaba asustada al ver una araña, la niña corría pronta a impedir que su papá la matara y le rogaba por que la sacara sin lastimarla. Llevaba a casa animales de la calle, perros heridos, gatos hambrientos, aves que no podían volar. Al comienzo sus padres se molestaban por la cantidad de animalitos que ella traía consigo, por lo que, muy a su pesar, había de ocultarlos como fuera para cuidarlos hasta que se recuperaran.
Cuando tenía ocho años sus padres ya lo sabían, tenían a la niña con el corazón más grande que el mundo hubiera conocido, o al menos eso pensaban y, probablemente, no se equivocaban. No tenían idea de cómo ellos, dos personas completamente ordinarias: su padre, un comerciante local de mediano éxito; su madre, una ama de casa de origen humilde, hubieran podido dar vida a un verdadero ángel como era su pequeña. Era hermosa, buena, inteligente. Decidieron dedicar sus vidas a alimentar los dones que la naturaleza había dado a su niña, aceptaron recibir a la multitud de animalitos que ella rescataba y no tardó su casa en parecer una granja repleta de animales enfermos o heridos; la llevaban a los voluntariados que la pequeña pedía al verlos en las revistas y realizaban colectas para apoyar a los más necesitados.
Alguna ocasión un terremoto afectó la zona sur de su país, las noticias se inundaron de reportes de edificios colapsados y gente atrapada en los escombros. La niña rogó a sus papás la llevaran allá, quería hacer algo por esas personas. No sin resistirse un poco, sus padres aceptaron y condujeron siete horas desde su pequeño pueblo hasta la ciudad más cercana y, una vez ahí, hicieron todo a su alcance para ayudar. La niña claro que no podía hacer mucho pero se contentaba con llevar agua y medicinas a donde le indicaran, o levantaba piedras pequeñas en las calles para ayudar a que la gente y vehículos transitasen por el lugar con mayor facilidad. Pese a lo trágico del momento, se convirtió en uno de sus momentos favoritos, uno que la marcaría de por vida.
Cuando creció su belleza y bondad lo hicieron con ella. Durante su adolescencia se volvió la chica más popular del pueblo, su cabellera rubia se acomodaba en delicados caireles que enmarcaban su rostro redondo que se encendía al sonreír, lo cual era siempre.
Los chicos la seguían, les atrapaba su belleza, la gracia de sus movimientos y lo grande de su bondad; ella no tenía el corazón para rechazarlos por lo que aceptaba tomar un refresco con quien se lo pidiera, fue así que no era raro verla acompañada de verdaderos esperpentos quienes, al menos una vez en su vida, tuvieron la dicha de tener la atención de una mujer como ella.
No obstante la enorme bondad que ella tenía, el amor le era desconocido; amaba a todos y a ninguno a la vez, le era imposible sentir predilección por alguien, para ella todos merecían recibir todo el cariño y amor que pudiera dar. Por ello no lograba involucrarse románticamente con nadie, por más que lo intentaba no podía amar a uno por encima de otro, y aunque nunca tuvo eso una connotación sexual, hubo algunos despechados que comenzaron a acusarla de mujer fácil, de ser una cualquiera.
¡Qué lejos estaban ellos de sus verdaderos sentimientos!
Pese a algunos rumores, provenientes sin duda de aquellos hombres incapaces de aceptar el hecho de no ser más a los ojos de la chica, que amenazaban dañar su impecable reputación; la gente del pueblo, que la conocía desde niña, sabía perfectamente que nada de eso era cierto; y de hecho la mayoría aceptaba y aseguraba que el amor de ese ángel era tan grande, que no podía contenerse en una sola persona, y aunque sin duda le sobraría siempre algún enamorado, probablemente la chica quedaría sola el resto de su vida, y es que nadie podría alguna vez merecer tal amor como el que ella podría dar.
Creían que se convertiría en monja pero ella quería otras cosas. Sus padres no tenían dinero para mandarla a la escuela de medicina en una ciudad lejana por lo que la chica se contentó con estudiar enfermería en su pueblo, lo que a nadie sorprendió. Todos aguardaban el momento en que Sarah, pues aquel era su nombre, se convertiría en la encargada de velar por la salud de todos en el poblado, futuro brillante le auguraba esa profesión, y paraíso para los habitantes del pueblo al estar bajo el cuidado de tan enorme corazón.
Pero la paz y la raza humana parecían tener una relación frágil y, como ocurría siempre, se desató la guerra; si bien no en su insignificante pueblito, sí en otras partes del mundo, y Sarah no podía soportar las imágenes de dolor que veía en televisión durante sus pocos ratos libres. Tan pronto finalizó sus estudios corrió a enlistarse en las Fuerzas de Paz, un grupo conformado por objetores de conciencia que no apoyaban a ningún bando, y cuyos esfuerzos iban dirigidos a ayudar a todos los afectados por el conflicto bélico. Ayudar a las personas en desgracia era su misión.
El día que Sarah se despidió del pueblo fue el peor momento de su vida, el dolor que vio en los rostros de sus amigos, vecinos y, en especial, de sus padres, fue algo que la destrozaba por dentro y que, por un instante, casi la hace desistir de su deseo de integrarse a las Fuerzas de Paz; pero el destino tenía ya sus ojos puestos sobre ella y necesario era su presencia, un pequeño vendedor de periódicos pasaba por el lugar y voceaba a todo pulmón el encabezado, narrando a gritos la tragedia de una villa dañada por una explosión, producto de un bombardeo “accidental”, dejando a sus pobladores con quemaduras de gravedad. Sarah no pudo evitar escuchar al pequeño y, si algo le faltaba para saber que tomaba la decisión correcta, ese momento fue el encargado de aclarar cualquier duda que tuviese. Con el corazón destrozado por el dolor de dejar su pueblo, a sus padres; así como por las agujas que cada noticia de los horrores de la guerra dejaban en éste, Sarah abordó el autobús camino a la ciudad, desde donde, días después, partiría con sus compañeros rumbo a las zonas afectadas por el conflicto, ansiosa por hacer algo para ayudar a los demás.
La vida en el pueblo no prepara a sus habitantes para algo tan terrible como la guerra, Sarah no estaba lista para enfrentar el terror del conflicto armado; tan pronto puso pie en el suelo del aeropuerto, sintió una opresión terrible en el pecho, el dolor estaba impregnado en el aire que llenaba sus pulmones y la mataba con cada respiro. Cuando se dirigía hacia el humilde hotel en que pasaría la primera noche, vio los rostros de las personas que caminaban las calles y sintió como si la quemaran viva, Sarah sintió tristeza, temor, culpa y, por primera vez en su vida, rabia.
No durmió esa noche de tanto llorar.
Los meses que pasaron fueron muy pesados para ella, su ayuda era necesaria en tantas partes, había demasiadas personas que sufrían, que Sarah se sintió agobiada, cada vez dormía menos, se forzaba a estar activa tanto tiempo como le fuese posible. Limitaba no sólo su sueño sino también su ingesta de alimentos y la atención a sus necesidades; pensaba que, al estar ocupada atendiéndose, la gente podía morir; incluso llegó al extremo de ponerse un catéter de orina y llevar la bolsa contenedora a todos lados, a fin de no perder tiempo ni siquiera para ir al baño.
Sarah atendía heridas de bala, mutilaciones, quemaduras, infecciones, contusiones, fracturas; todo con equipo insuficiente, con medicinas escasas; los vendajes se terminaban y habían de ser esterilizados y reutilizados cuando su anterior portador fallecía. Sarah sabía que eso no era correcto pero no podía hacer más.
Una ocasión se enteró de un pueblo rural, ubicado en una planicie en medio de unas montañas; el acceso a ese lugar era complicado, llegar ahí no era fácil y, por lo mismo, la ayuda no llegaba. La zona había sido tomada por el ejército invasor y ellos no hacían mucho por cuidar de los pobladores, quienes morían de hambre y enfermedades. Las Fuerzas de Paz estaban protegidas por los tratados internacionales y éstos protegían a sus integrantes de las agresiones de todos los bandos participantes en un conflicto armado. El director de la brigada de Sarah, un joven médico de nombre Brian, había hablado con uno de los generales invasores y se les otorgó permiso de acudir a la zona para ayudar a su gente. Sarah fue la primera voluntaria y en pocos días, un pequeño grupo ya viajaba en dirección al pueblo.
Pero nunca llegaron.
La comitiva se dirigía por las abandonadas carreteras a bordo de un destartalado camión que viajaba por un camino desolado, alejado de la civilización. Como era de imaginarse su vehículo se descompuso y tuvieron que detenerse, momento que fue aprovechado por un grupo militar que los tomó prisioneros.
Brian se acercó a los soldados para tratar de dialogar con el que parecía el líder, éste le disparó a la cabeza antes de que terminara su primera oración. Asustados, sus acompañantes se apretujaron en sus asientos mientras los soldados los sacaban a la fuerza para subirlos a nuevos vehículos. No tardaron en notar la belleza de Sarah, quien aún asustada y sucia, irradiaba una belleza que ellos nunca habían visto.
El líder del grupo militar era sólo conocido por su apodo, “La Muralla”, era un monstruo imponente, de casi dos metros de estatura, calvo, mirada fría y facciones endurecidas. Tenía músculos en todo el cuerpo, nadie podía moverlo, nadie podía franquearlo, de ahí su mote. Y era tan fuerte como desalmado. “La Muralla” puso sus ojos en Sarah, pero su corazón maligno no era capaz de ver más allá de la carne, de la belleza de la chica; ignorante así de su bondad.
La brigada fue trasladada a un campo de concentración incluso más apartado que el pueblo al cual se dirigían. Una vez ahí se vieron rodeados de soldados en un ambiente sobrecogedor. Sarah sintió nuevamente esa opresión que sintiera a su llegada, no es que ésta hubiese desaparecido, quizá se había acostumbrado; sólo que ahora se encontraba en un nivel más profundo del infierno. Asustada vio la maldad reflejada en las miradas de los soldados, endurecidos por una vida miserable, adoctrinados por las ideas de un desquiciado. Vio a sus compañeros, morían de miedo; sabían que enfrentaban riesgos al estar allí pero la realidad superaba sus mayores temores. Puso sus ojos en las personas detrás de las mallas ciclónicas, estaban delgados, perdían el cabello, tenían la piel ceniza, los ojos amarillos, muchos no tenían dientes. La mayoría eran hombres pero había mujeres, niños y ancianos.
Sufrieron por días, fueron maltratados, torturados física y psicológicamente; algunos de los brigadistas murieron pronto, quizá fuera un golpe mal dado, quizá no tuvieran deseos de luchar. Sarah hacía lo que podía por consolar a sus compañeros, por apoyar al resto de los detenidos, pero ella también sufría.
“La Muralla” la buscaba todo el tiempo, mandaba que la llevaran a su habitación. Al principio la trataba bien, le daba buena comida que Sarah suplicaba poder llevar a sus compañeros, algunas veces aceptaba pero la mayoría se lo negaba. Primeramente conversaban, “La Muralla” veía a Sarah con sus ojos negros, disfrutaba el panorama, sonreía de forma diabólica mientras se humedecía los labios; su sonrisa era terrible, su prominente mentón prácticamente se disparaba hacia adelante, lo que hacía que sus negros ojos se hundieran y le daban una apariencia aterradora; las venas de su cráneo se inflamaban mientras “La Muralla” tronaba sus dedos, ya deformados por continuos golpes.
Sarah lo observaba, ella creía que la gente era buena por dentro, que eran las circunstancias lo que los llevaba a cometer atrocidades. Desconocía la vida de “La Muralla” pero, por más que trató, no logró ver algo bueno en él. El hombre le aterrorizaba, verlo sonreír le helaba la sangre. Sarah no era tonta, sabía lo que “La Muralla” quería de ella y temía el momento que eso ocurriera, no sabía cómo iba a reaccionar.
Los primeros días Sarah era enviada a la recámara de “La Muralla” sólo a charlar, al menos se le permitía llevar alimento extra a sus compañeros. Pero el día llegó, le sorprendió que “La Muralla” se lo pidió, el monstruoso hombre incluso tartamudeó al decirle lo que deseaba; Sarah no supo cómo reaccionar pero era evidente que su respuesta sería —”No”. —No sabía si cometió un error.
“La Muralla” no iba a tomar un “No”, aunque originalmente deseaba que las cosas avanzaran de forma tranquila, incluso placentera para la mujer a quien nunca le preguntó su nombre, la negativa lo enardeció, las venas de su cráneo se inflamaron como nunca y saliva comenzó a gotear de su boca al momento de hablar.
—”Debiste aceptar perra”. —Le dijo furioso. Sarah estaba asustada, apretó el cuerpo tanto como pudo, bajó la vista, sintió que su corazón se detenía. —”Tú no eres nadie, no eres persona, eres un pedazo de carne, mi pedazo de carne, y haré contigo lo que yo quiera”. —Le volvió a decir.
“La Muralla” la violó esa y muchas veces, le hizo cosas horribles una y otra vez. El hombre era muy violento, no se contentaba con sólo violarla, quiso poseerla por completo, someterla a su voluntad. Además de violarla la golpeó, la sodomizó, le escupió, trataba de asfixiarla para soltarla justo antes de matarla, “La Muralla” sabía esa y muchas más perversiones.
Sarah era virgen antes de ese día, vivió momentos como ese tantas veces que le era imposible distinguir un día del siguiente.
No sabía cuánto tiempo había pasado ya, lentamente sus compañeros morían, a veces desaparecían y no se volvía a saber de ellos. No tardó en verse completamente sola. Supo que había pasado mucho tiempo gracias al cambio de estaciones, hizo frío, hizo calor, y luego se repitió el ciclo. Y durante todo ese tiempo no dejó de sufrir las vejaciones que “La Muralla” le hacía; la sometía cada vez a acciones más degradantes, más violentas.
Había días en que no le pasaba nada, eran los días de batalla, “La Muralla” salía a combatir y permanecía ausente por días. Sarah podía respirar tranquila esas veces; se sorprendió a ella misma deseando que lo mataran en combate, pero ese hombre siempre regresaba, bien que algunas veces herido, pero completo. De verdad que era un monstruo, Sarah comenzó a pensar que “La Muralla” era invencible.
Dadas las condiciones de vida que llevaba, Sarah enfermó muchas veces, “La Muralla” ordenaba que la curaran, que se le alimentara correctamente. La quería bella, la quería completa, ella era suya y la cuidaba a su manera.
Un día “La Muralla” le reclamó que estaba engordando, que no la quería así, le exigió que perdiera peso e incluso comenzó a matarla de hambre, al ver que por más que lo intentaba el estómago de Sarah no hacía más que aumentar, mandó se le revisara y confirmó que estaba embarazada. La golpeó muchas veces ese día, deseando matar al bebé nonato sin matarla a ella, no lo consiguió; ambos permanecieron con vida y, de ese modo, Sarah alcanzó un poco de paz, “La Muralla” no se sentía atraído hacia ella y dejó de molestarla durante casi toda su gestación.
De algún modo el bebé de Sarah la protegió desde antes de nacer, su presencia dentro de ella detuvo las palizas, las humillaciones, así ella se avocó a él; si antes pensó dejarse morir ahora deseaba vivir para conocer a su hijo o hija, a aquella personita que, sin saberlo, ya cuidaba de ella. Sarah tenía conocimiento de cuidados pre-natales e hizo todo lo que estaba a su mano para darle a su bebé todo para su desarrollo. Gracias a que “La Muralla” no la siguió molestando, pudo recuperarse de sus heridas y dedicar su tiempo a su propio cuidado. Ella misma se encargó de su parto, sin ayuda dio a luz a un bebé varón, muy grande, rosado. Sarah cortó con un cuchillo viejo el cordón umbilical, se retiró la placenta con esfuerzo y tomó a su bebé en brazos.
—Gracias. —Le dijo, ambos lloraron.
Finalmente conoció ese sentimiento que le había esquivado, el amor dedicado sólo a una persona. Así el amor universal que ella tenía se volcó a su pequeño y ese sentimiento le dio nueva fuerza.
Ella sabía lo que debía de hacer para asegurar la supervivencia de su hijo, tenía todo el conocimiento de cuidados peri-natales, de alimentación, todo para garantizar su desarrollo. Sarah debía hacer algo más, debía asegurarse que “La Muralla” no lo matara, ni a ella, así que decidió convertirse en “su mujer”.
Su plan no fue del todo exitoso, “La Muralla” siguió lastimándola, siguió haciéndole cosas terribles; Sarah aceptaba todo y fingía hasta disfrutarlo, así ese monstruo perdonó la vida del hijo de ambos.
El bebé creció dentro del campo de concentración, rodeado de dolor, de ira, de golpizas de su padre y del amor incondicional e infinito de su madre. El pequeño se parecía a los dos, a Sarah y a “La Muralla”, tenía la fuerza de su padre, crecía rápido y se veía que llegaría a ser tan fuerte como él, pero tenía la belleza y la gracia de su madre, su cabello rubio y ojos azules, su sonrisa encantadora; pero era frío, se distanciaba de la gente y sólo parecía iluminarse al ver a su madre; ella lo veía y le sonreía, él siempre le devolvía la sonrisa sin importar lo malo que hubiera sido el día; con la sonrisa de su hijo ella vio su corazón, se alegró al saber que no sería como su padre.
El pequeño siguió creciendo dentro del mismo infierno, la vida en el campo de concentración endureció su cuerpo de forma prematura, volvió piedra sus sentimientos; soportaba las golpizas de su padre sin desviar la mirada, no trataba de quitarse ni cubrirse al ver venir el enorme puño de “La Muralla”, lo miraba fijamente y recibía el golpe sin cerrar los ojos, grabándose en su memoria cada momento.
También era maltratado por el resto de los soldados, lo ponían a limpiar las letrinas con sus manos, lo alimentaban con desperdicios y lo azotaban como castigo, aún y cuando el chico no cometiera ningún error. Aprendió a hacer las cosas bien, a exigirse al máximo y a soportar cualquier castigo que viniera.
Pero su madre era su debilidad, al verla su corazón se ablandaba, sus ojos brillaban y sonreía desde el corazón, y ella le devolvía todo su amor, que era infinito. Su hijo era su vida y para él su madre era lo más valioso que tenía, lo único bueno que había conocido. El chico no había vivido más que privaciones, golpes, maltratos; pero su madre le hacía creer que había algo llamado bondad. Ella le enseñaba lo que recordaba de libros, le contaba episodios de caricaturas, le explicaba sobre medicina, lo que mejor ella conocía. Al chico le encantaba escuchar de la casa de su madre, ahí en su añorado pueblo, de sus abuelos, de quienes su madre no sabía nada desde hacía tanto tiempo, de los vecinos, del rescate de animalitos que ella hacía siendo niña y que el pequeño nunca había visto. El chico imaginaba ese mundo idílico y se preguntaba si algún día lo conocería. Le preguntaba a su madre que por qué había dejado aquel paraíso.
—Para tenerte a ti, y no me arrepiento en nada. —Le respondió.
Pero las privaciones, los maltratos, las enfermedades y, por supuesto, los años, privaron a Sarah de su anterior belleza inigualable. Aunque aún era joven aparentaba mucha más edad y “La Muralla”, comenzó a perder interés en ella, cada vez la maltrataba más, le deseaba la muerte y amenazaba con matarla a ella y a su hijo. Sarah le suplicaba que no lo hiciera, le juraba que mejoraría, que haría ejercicio para recuperar su figura, comería sólo lo necesario; se ponía mascarillas que hacía con la tierra a fin de mejorar su cutis. Usaba lo poco que tenía lo mejor que podía, se limpiaba la tierra con trapos que humedecía con el rocío de la mañana (pues casi no se le permitía el agua), cortaba flores que crecían aisladas en ese ambiente estéril para machacarlas y cubrir su mal olor, tomaba baños de sol para dar un mejor tono a su piel.
Pero estaba enferma y sus esfuerzos no ayudaban mucho; “La Muralla” la notaba cada vez más demacrada y era más duro con ella.
Cuando el pequeño cumplió siete años (o eso calculaba Sarah, nunca pudo saberlo con exactitud), “La Muralla”, molesto por alguna razón, aunque dicho sea, siempre estaba molesto; golpeó salvajemente a Sarah, más que de costumbre. La pobre mujer quedó desfigurada, con el rostro hinchado, un ojo que salía de su cuenca; había perdido varios dientes, tenía un brazo fracturado, algunas costillas rotas, montones de cabello arrancados desde raíz que le dejaron la piel viva, la mandíbula dislocada, la nariz hundida; incluso “La Muralla” pensó que se extralimitó, pero sí que se dio cuenta de algo, la anteriormente bella mujer no volvería más, no se recuperaría de los golpes que él le había propinado. De sobrevivir seguramente perdería el ojo, su brazo quedaría torcido, ni hablar de la pérdida de dientes, de cabello, de la nariz. Ya no le iba a servir de nada, sólo necesitaba desocuparse de sus obligaciones para finalizar aquel pendiente.
Sarah agonizaba en la cama, sólo había recibido unos pocos cuidados médicos, ella se sabía perdida, lloraba y sus lágrimas se confundían con su sangre. A su lado estaba su pequeño, la veía con dolor, le tomaba la mano.
—Debes irte. —Le murmuró Sarah, tenía poca fuerza para hablar, le dolía cada que intentaba articular palabra. —Déjame aquí, estaré bien. —Mintió, le dio un papel que su hijo no quiso ver, había unas letras que él no sabía leer.
Ella intuía lo que iba a pasar, se sabía perdida y asumía que “La Muralla” pronto acabaría con ella y su hijo sería el siguiente.
—Busca la forma y vete, esta noche, dale ese papel a alguna persona buena. —Le volvió a decir.
El pequeño no respondía, tampoco lloraba; apretaba su mano con fuerza pero con ternura, como si no estuviera dispuesto a separarse de ella. Sarah le insistió tanto como pudo pero su hijo no le decía nada y se negaba a apartarse de ella; finalmente se quedó dormida, estaba muy agotada.
Ya era noche, los detenidos no tenían noticias del desarrollo de la guerra, de tenerlas sabrían que ésta llegaba a su fin; por ello las fuerzas militares del campo de concentración comenzaban a ser retiradas poco a poco. El campamento se iba vaciando de soldados. “La Muralla”, al ser uno de los peces gordos, sería naturalmente de los últimos en irse, y debido a la evolución de la guerra tenía mucho qué hacer antes de su retirada; entre otras cosas, acabar con Sarah y su hijo, lo que, por falta de tiempo, había tenido que postergar.
El pequeño había crecido en el campo de concentración y lo conocía a la perfección, en sus cortos años había descubierto infinidad de callejones, recovecos y depósitos ocultos que utilizaba para esconder lo que robaba de sus captores, sólo así había logrado vivir tanto. Si alguien sabía cómo moverse en ese infierno, era él. Salió al patio, que al contar con menos vigilancia estaba vacío, los pocos guardias que pudieran rondar, si lo vieron, no le prestaron atención; ya lo conocían, lo habían visto caminar a altas horas de la noche, muchas veces como castigo por algo que pudo no haber hecho.
En meses anteriores había robado algunas cosas, comida principalmente, se la llevaba a su madre; también había robado ropa, cobijas y, una vez, un cuchillo. Aquel objeto lo guardó en su lugar más seguro, sabía bien para qué servía. Fue adonde lo había escondido y ahí estaba, lo tomó y fue a ver a su padre.
Hacía frío, llovía y había mucho viento que ocultaba el sonido de sus pasos. Avanzó despacio y vio aparecer entre la neblina la oficina de “La Muralla”, la conocía bien, incluso sabía cómo entrar, nada de lo que estaba por pasar era un accidente, todo lo había pensado tantas veces, había medido cada paso, calculado el tiempo; que la noche fuera lluviosa y fría era una feliz coincidencia.
Las instalaciones eran viejas, repletas de agujeros y hendiduras, el pequeño ya había usado una anteriormente para colarse a la oficina, nuevamente lo usó, avanzó a través de un pasadizo sucio y estrecho, adecuado para su tamaño. Escuchó el sonido de una máquina de escribir y los quejidos molestos de un hombre que ocasionalmente golpeaba el escritorio con sus puños. Caminó en cuclillas un poco más y vio la luz, sólo restaba atravesar la hendidura con tanto cuidado como le fuera posible, no debía hacer ruido. Acostumbrado a no cometer errores, el pequeño no cometió ninguno y vio a su padre sentado de frente a su escritorio, tecleando furioso cosas que el niño no podría descifrar, no sabía leer. Le daba la espalda.
El pequeño apretó el cuchillo en su mano izquierda, siempre había sido zurdo; lo miró, era grande, desde que lo vio supo que era el arma indicada para ese hombre. Caminó sin hacer ruido, la lluvia sobre el techo de lámina le cubría. Pronto estuvo detrás de él, tomó el cuchillo con ambas manos y activó todo su cuerpo, el niño era fuerte para su edad. De un rápido movimiento y en completo silencio, hundió hasta el mango la hoja del cuchillo justo en las vértebras de “La Muralla”. El hombre emitió un grito sordo, era tan fuerte que no cualquier cosa lo lastimaba, cayó pesadamente al suelo arrojando lejos la silla, manoteaba furioso sin poderse levantar. El pequeño estaba a un lado, con el cuchillo en su mano izquierda, manchado de sangre; no podía permitir que se quedara clavado en ese hombre, lo iba a necesitar.
—¡Maldito imbécil! —Le gritó mientras trataba de alcanzarlo, pero no podía levantarse, sus piernas no respondían. El pequeño había seccionado la columna vertebral para causarle parálisis en las piernas. “La Muralla” echaba espuma por la boca, sus ojos lanzaban una furia temible, se arrastraba con sus fuertes brazos a mayor velocidad de lo que cualquier otro hubiera podido, dejando tras él una línea de sangre que no paraba de brotar. El niño se sorprendió de la velocidad de su padre pero no se inmutó, siguió viéndolo.
—Anda, no tengas miedo, mata a papi. —Le dijo sonriendo.
El niño no le respondió apretó fuerte el cuchillo pero no hizo mayor movimiento. “La Muralla” seguía en el suelo, perdía sangre, estaba cada vez más pálido pero seguía tratando de alcanzarlo con los brazos.
—Deja que papá te dé un abrazo.
El niño lo miró, esperaba que se desangrara lo suficiente, su padre cada vez era más lento, aún trataba de alcanzarlo pero el pequeño lo evadía. En minutos el suelo estaba repleto de sangre y a “La Muralla” no le quedaban fuerzas.
—Eres igual que yo, no matas un monstruo, das nacimiento a otro. —”La Muralla” rio fuerte.
El niño aprovechó cuando su padre terminó de hablar, lo que lo agotó, y hundió nuevamente el cuchillo en él, ahora en la garganta; ya no pudo volverlo a sacar, “La Muralla” lo retuvo con su brazo, sosteniendo también la mano de su hijo.
—Debí matarte desde que naciste. —Dijo y lo soltó. Murió en minutos.
El pequeño se quedó ahí, vigilante de que realmente estuviera muerto, retiró el cuchillo de la garganta de su padre y lo hundió varias veces más en el resto de su cuerpo, cuando estuvo convencido de que había muerto tomó el cuchillo y salió de la oficina por el mismo sitio que usó para entrar; aprovechó la lluvia para limpiarse lo mejor que pudo y volvió con su madre.
Pasó la noche en vela junto a ella, Sarah no volvió a despertar, murió en algún momento al dormir, mientras su hijo sostenía su mano. Al amanecer escuchó mucho ruido pero el chico no se movió, pasaron horas hasta que alguien entró a la habitación y vio a un rubio niño al lado del cuerpo desfigurado de su madre. El hombre se acercó a él y le habló.
—Dios mío, ¿estás bien chico?
El pequeño lo miró y dudó en acercarse, pero su uniforme no era como el de “La Muralla”, este hombre vestía diferente, además se veía muy distinto, su piel era oscura y su nariz chata, nadie en el ejército se veía como él.
—Sígueme, te llevaré a un lugar seguro.
El niño dudó un instante, volteó a ver a su madre, vio su mano aún sosteniendo la de ella, la levantó y besó; con dolor se separó de esa mujer a la que tanto amaba y fue con el extraño hombre, le dio el papel que aún conservaba.
—Mi mamá quería que le diera esto.
El hombre tomó el papel y lo abrió.
—Por favor, llévame con mis abuelos, ellos me van a cuidar, dígales que soy el hijo de Sarah; me llamo William Francis Cyrus.
Estaba absorto en sus pensamientos, el sonido de las hélices del “Sea Stallion” siempre le había gustado, sonaba como lluvia, le aislaba del resto del mundo; por un instante se quedó dormido. Sostenía un cuchillo en su mano izquierda, uno muy grande aún para un hombre como el capitán Cyrus, con el pulgar derecho acariciaba el filo del arma blanca, su único ojo parecía perdido, vagando en diferentes direcciones, observando algo que ya no estaba frente a él. Aunque estaba rodeado de gente parecía no notarlos.
Los GAMERS lo veían, recién conocían a ese hombre pero bien sabían su leyenda. El imbatible Cyrus, el hombre que no podía ser derrotado, quien conoció el infierno mucho antes de que el fin del mundo les alcanzara. Él era su nuevo líder, ahora ellos eran parte del Nuevo Grupo Nubarrón.
